La plataforma del camión vibró como si estuviera a punto de desintegrarse
Froilán Meza Rivera/El Diario
La plataforma del camión vibró como si estuviera a punto de desintegrarse. La velocidad que alcanzó el vehículo habrá sido acaso de unos 160 kilómetros por hora, según calcularon los azorados peones, entre ellos un chofer, quienes se levantaron, listos para saltar en caso de un accidente. El motor rugía como si le doliera el esfuerzo. Volaron los sombreros, se despeinaron las cabelleras y todos allá arriba entre las redilas sintieron que el choque del aire les sacaba lágrimas. Estaban aterrados: ¿a qué hora terminaría aquel horror? ¿Se detendría el camión en la curva del Mirador?
El conductor era el aldamense Gilberto Bejarano, quien venía de vacío de Creel, después de que entregó allá una carga de pernos que se estaban usando en los puentes del Ferrocarril Chihuahua al Pacífico.
Pasaba de la media noche, había Luna casi llena y la carretera a Chihuahua era de ida y vuelta, es decir, sencilla de dos carriles, en aquel año de 1960.
Desde que entró al estado procedente del sur, ya sentía un sueño espantoso, pero apenas se detuvo en algún punto de la carretera para mojarse la cara y comer algo. Pasó por Chihuahua y no se paró más que para cargar combustible. De largo siguió hasta la sierra, habiendo hecho un alto en La Junta, sólo para atacar dos burritos de asadero y chile colorado y una coca-cola.
Gilberto Bejarano llegó a Estación Creel ya pardeando la tarde y dejó que los trabajadores descargaran el camión.
Hubo un breve papeleo con el superintendente encargado de la zona. Apenas le sellaron y firmaron de recibido el material, Gilberto no tuvo más anhelo que llegar a Chihuahua y después a Aldama.
Y se fue Gil de regreso a Chihuahua, y le subieron a tres peones y a un chofer de motoconformadora que iban a traer refacciones a la capital del estado. Se vino, sin embargo, solo Gilberto en la cabina, ya que también lo llenaron de encargos y paquetes que colocó en su asiento a un lado.
Pestañeó Gilberto en San Juanito, y aspiró el aire fresco por la ventana que abrió para revivir, y siguió adelante. Pestañeó Gilberto en La Junta, y volvió a beber una bocanada de aire mezclado con luz de Luna, y siguió adelante. Volvió a pestañear en Cuauhtémoc, y sus ojos se encandilaron con la luz de los postes del alumbrado público.
Adelante, Gilberto empezó a soñar. Soñaba que manejaba, y que al volante se quedaba dormido. “No me quedé dormido: sueño con quedarme dormido”, pensó, y razonó la paradoja.
Cuando despertó, Gilberto Bejarano estaba ya casi en frente de la casa de tres pisos del punto conocido como El Mirador, donde la carretera de Cuauhtémoc se desvía a Belisario Domínguez, al sur. Pero ¿cuánto tiempo durmió Bejarano con las manos aferradas al volante? Veinte minutos tal vez. Quizás media hora, porque lo último que recuerda haber visto, son las huertas a la salida de Cuauhtémoc.
“Fue un milagro, y así lo tomé, porque cuando estuvimos ya a salvo, noté que me faltaba la medallita de la Virgen que mi esposa me había regalado. Como digo, fue un milagro que no nos hayamos matado”.