De haber iniciado estos párrafos como tenía pensado hacerlo, se habrían titulado: “a la vejez viruelas”, pero como no estoy seguro de no haber usado ese título para alguna otra reflexión, se quedó como se lee.
A la vejez viruela, porque a esta edad fui, por segunda vez en mi vida, a un concierto de heavy metal. La primera no recuerdo muy bien cuándo, ni cómo, ni porqué fue; solo recuerdo que ahí estaba yo, en el Manuel Bernardo Aguirre, en medio de un ruido infernal, y que terminé sordo por dos días. Parecía que me hubieran llenado las orejas de algodón.
Pasaron los años, cuarenta, para ser exactos, y ahí me tienen, de nuevo, dispuesto al suplicio, presa de un afán cuyo origen no sabría explicar muy bien.
Todo ocurrió porque hace años, platicando con Eslí —quien entra y sale de estas páginas como el compadre Perea de José Rubén Romero, es decir, como Pedro por su casa—, me mostró una producción musical a cargo de un grupo holandés, Épica, que me gustó mucho. Incapaz de explicar el porqué (carezco de los conocimientos mínimos necesarios para explicarlo), diría que la música que toca Épica es una amalgama de rock y música sinfónica. De hecho, eso fue lo que llamó mi atención —amén de la preciosa vocalista del grupo, Simone Simmons—: una mezcla sui generis, que se escucha, por decir lo menos, interesante.
Pues en esas estábamos, Eslí me regaló un disco, y jamás me volví a acordar del asunto hasta que hace unas semanas me hizo una pregunta retórica de lo más difusa: “¿a qué no sabes quién va a venir?”; y yo: “pues a no ser el Espíritu Santo, no veo quién me pueda interesar, fíjate”. La salida de tono se justifica porque con siete mil millones de habitantes en el planeta, ¿cómo demonios voy a saber yo, quién piensa andarse por estos lares? A aquel le valió gorro el exabrupto y de facto me perdonó la grosería porque solo respondió: “Épica”. Yo, contra mi natural modo de ser (porque los tengo achinaditos y perpetuamente cerrados), pelé tamaños ojotes y solo acerté a preguntar: “¿Ju is Épica?”; y aquel ya se agarró con una remembranza que duró varios minutos y empezó con la inocente pregunta de: “¿te acuerdas…?”. No me acordaba (o como que sí), total que en un arranque dije: “pos vamos” y fuimos.
Una maravilla.
El concierto se celebró en el Centro de Convenciones y al ingeniero responsable de las luces y el sonido, MORENA se lo tendría que llevar a la ciudad de México a controlar el tráfico aéreo, porque aquello funcionó a la perfección. Una sincronía y un comedimiento dignos de mejor causa. Les cuento: nosotros estábamos en primera fila y había bocinas por todos lados; chorizos de bocinas que colgaban del techo y alteros de ellas con apariencia funesta (parecían ataúdes apilados), situados frente a nosotros; sin embargo, en pleno concierto, Eslí y yo podíamos platicar sin estarnos gritando; la música, las voces, los coros, todo, se escucharon en un armónico conjunto donde nada deslucía; salí de ahí y yo, lo juro, no estaba más sordo que de costumbre.
¿Qué si me gustó? Retiharto. ¿Qué si volvería? Ni loco.
Creo que esos placeres no son para mí, a la hora, me empecé a aburrir. No hay nada en mi biografía que pueda hacer “click” con esa clase de espectáculos. En pleno show no hallaba qué hacer con mis manos, la gente gritaba, se agitaba, se sacudía, coreaba, cantaba y yo, como el chinito, nomás milando. Incapaz de entender una sola palabra, —eso es literal: una sola palabra (y eso que cantaban y hablaban en inglés, no en holandés)— no comprendí ni “j”; además, la experiencia fue agotadora, el evento duró casi dos horas y a los primeros acordes las sillas las mandamos al carajo (me incluyo); es decir, aquello fue estarse parado en todo momento y yo dando pasitos laterales porque no aguantaba el dolor de pies.
Huelga decir que mi natural metichez también se fue de farra porque ¡ve uno cada cosa! Entre los pelos morados, rojos y azules, las medias negras hasta las axilas, los aretes, los piercings prendidos de las niñas de los ojos, el maquillaje a granel (no sé si usado a diario), los tacones con ínfulas de rascacielos, los atuendos sacados de alguna película de zombies y los oufits donde, bien a bien, uno no sabe si se trata de niño o niña, aquello fue un desfile de extravagancias de “oh, mai gad”.
No se lean estos párrafos —porque no lo son—, ni como una queja, ni como un lamento, ni menos como una crítica a una generación y a un género que no entiendo; apenas sí, como la constancia del azoro y una muestra de júbilo porque sí, sí, ¡sí!: estoy vivo y a la vejez viruelas.
Gracias, Gordo.
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Luis Villegas Montes.