“Yo tendría ojos en las manos/para ver de repente”.
Carlos Pellicer.
Que me aspen.
En mi anterior entrega (A LEER POR FIN[1]), escribí que, en caridad de Dios, había dejado de leer cosas sobre asuntos jurídicos para meterme de cabeza en un “océano” literario (así de mentecato ando, ya lo verán). Rematé diciendo que después de leer la última novela publicada por Joël Dicker,[2] estaba yo exultante porque había empezado a leer un libro de relatos de Stephen King;[3] libro que empecé a leer merced a la magnífica oportunidad que brinda la amistad; y terminé escribiendo: “por fin, despegué mis ojitos pestañudos, colorados y vivaces, de tanto rollo profesional y me sumerjo, encantado, en ese océano que es la literatura. Termino con King y me sigo derecho con una Antología de poesía Mexicana,[4] edición a cargo de Carlos Monsiváis, y con Bodas de Sangre, de García Lorca”.[5]
¡Ay no! ¡Dios mío! No hubiera yo cometido tamaña barbaridad; claro que leer a García Lorca, y luego esa antología poética, me desmadraron poquito el entendimiento porque me seguí con una novela rosa (que ésa sí compré a ciencia y paciencia en Barnes & Noble, nomás por curiosidad) que me mató.
Yo de “novelas rosas” o sea, “románticas” (románticas, románticas, lo que se dice románticas), había leído dos “novelitas”: una de Bárbara Cartland y otra de Corín Tellado, hace como veinte mil años, y párele de contar. No es que ese tipo de literatura sea malo, en lo absoluto, por la simple y sencilla razón de que en literatura, como en el arte en general, todo es gusto personal.
No faltará quien me quiera asesinar por esa última afirmación, pero es rotunda verdad. Con conocimiento de causa, o sin él, por el mundo entero pululan (pululamos) millones de individuos que vamos por ahí “conociendo” o “apreciando” obras “artísticas” y a veces, por sí o por no, no tenemos ni idea de porqué una obra nos “golpea”; claro que en ocasiones nos golpea cada cosa que a unos nos deja con la boca abierta, a otros turulatos y a los demás haciendo bizcos.
Total, deambulaba yo por Barnes & Noble y me topé con un libro de tapas color morado, cuya contraportada decía, entre otras cosas: “Siobhan Harris acaba de cumplir el sueño de su vida: publicar una novela romántica. Marcel Black es un exitoso autor de novela negra que se oculta tras un seudónimo. Un intenso debate en Twitter en el que se ven envueltos por casualidad los enfrenta a ellos y a ambos géneros literarios. Pero el destino es caprichoso y les tiene preparado un interesante reto: escribir juntos una historia que demuestre que el romance y el misterio están condenados a entenderse”;[6] ahí nomás lo compré, fan como soy, de le roman noir.[7]
Con todos los “peros” del género –el mayor es su final predecible–, Dos formas de escribir una novela en Manhattan es una novela rosa que vale la pena leer; cómprela, no se arrepentirá. Un libro (un buen libro) es como la vida misma, como un buen viaje: no se trata de solamente de llegar a su destino, sino de disfrutar el trayecto.
Por lo pronto, yo aquí sigo; me gustaría decir que leyendo a dos manos, pero como eso no es posible (a menos que fuera yo el “hombre pálido” del Laberinto del Fauno), le diré que estoy leyendo a dos ojos y que tiempo me falta. Au revoir.
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Luis Villegas Montes.
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