Voy a hacer un paréntesis en la serie que empecé la semana pasada relativa a que es tonto darle a la condena de García Luna en los Estados Unidos una dimensión que no tiene. Lo dije y lo sostengo: no es un hito ni es parteaguas de nada, se trata un capítulo más en la historia que vincula al gobierno con el crimen organizado.
Pero hoy quiero ocuparme de otra cosa mejor, más luminosa, más afable, más esperanzadora.
Por la mañana, temprano, estuve en el Centro de Convenciones en el informe de María Eugenia. Estoy harto de leer a papanatas, mentecatos que lanzan diatribas a diestra y siniestra, porque lo más fácil del mundo es criticar. Construir —lo que en verdad vale— es lo que cuesta. El mal hace mucho ruido, es estruendoso, el bien no. El bien es silencioso, suave, germina con dulzura y sus frutos, aunque duraderos, tardan en madurar, en hallar su punto.
Roma no se construyó en un día. Fueron muchos años de desidia, desinterés, estulticia, vesania e incompetencia; de odios africanos, de venganzas mal entendidas y peor ejecutadas; de locura y sinrazón; de cobardes excusas para justificar la inacción y de torpezas recurrentes bajo el amparo de un mesianismo tropical difícil de explicar, visto el raquítico intelecto de su depositario. El informe fue explicativo y puntual y se puede resumir en dos palabras: estamos construyendo.
Esa noción lo compendia todo pues, en suma, se están saneando las finanzas, se están pagando las deudas, se está restableciendo el orden perdido, se están poniendo al día los pendientes efecto del descuido, se están corrigiendo los yerros perpetrados, se están edificando los cimientos del gobierno que se quiere erigir, en síntesis, se está haciendo lo que se puede con lo que se tiene, de cara al futuro.
Escribió Facundo Cabral: “Las cosas se hacen por amor o no sirven”, a eso se reduce todo.
Y hablando del amor, ese mismo sábado fui a una boda. Se casaron Jorge y Brenda. Al festejo fui, invitado por el padre del novio, Adriel. A Adriel lo conocí merced a los buenos oficios de la amistad. Y como a la gorra no hay quien le corra, pues ahí vamos.
En esas estábamos, cuando llegó a presentarse el padre de la novia, Ricardo Mendiolea; ahí nomás empezaron a escribirse estos párrafos. De la mano de Ricardo, en calidad de flamante suegro, llegaron los recuerdos.
Con él recordé que mis pinitos en este asunto de escribir en medios los empecé gracias a su consejo, cuando me dijo qué hacer y cómo para que me publicaran en la sección de Cartas al Director de El Heraldo de Chihuahua. ¿Quién iba a decir que así empezaría esta aventura de escribir que continúa después de treinta años?
Con él recordé también que fue en el Congreso del Estado donde acabé por aprender lo que necesitaba aprender para ser este que soy. No es que sea gran cosa, pero es lo único que tengo; pero ni eso habría si no hubiera habido un Congreso del Estado allá en 1992. Cuando Ricardo contaba apenas con 19 añitos y yo veintitantos.
Fue en esos días cuando entendí que no sabía nada de nada y que había mucho, tal vez demasiado, por aprender. Que el derecho es un asunto de nunca acabar y que el único camino para formarse en él, así sea un poquito, es estudiando. Dejarse las pestañas detrás de gruesos librotes, quemarse los ojos frente a una pantalla, tronarse la espalda, gastarse los codos y estudiar como si la fuera vida nos fuera en ello, porque es verdad.
Más de treinta años después, sigo sin saber gran cosa, pero estoy seguro que esa es la única vía para gente como Ricardo o como yo, que venimos de abajo: estudiar y trabajar sin descanso, aunque a veces esté uno harto y sienta ganas de tirar la toalla.
El sábado, en recuerdo de esos años, Ricardo y yo nos fundimos en un abrazo porque la vida es buena y hay mucho qué agradecer, porque a él se le casaba una hija, porque solo es posible sentir gratitud por esos años de aprendizaje y porque recién entendí que era feliz y no lo sabía. En conclusión, el sábado me reconcilié con mi pasado.
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Luis Villegas Montes.