Hay una línea delgada de
apología de la violencia entre
narcocultura y narcoficción.
RODRIGO SORIANO
El que siembra vientos, cosecha tempestades…
Si sembramos o cultivamos narcocorridos ¿Qué cosecharemos…dentro de poco tiempo? ¿seguimos incubando la semilla de la violencia y el miedo?
Los narcotraficantes han generado e impuesto una subcultura conocida como narcocultura y miles de jóvenes viven en una narcoficción, siguiendo falsos ídolos, idealizando a criminales, deseando imitarlos, coreando a rabiar canciones que elogian la violencia, las acciones del crimen organizado y desafían a la sociedad y las leyes.
La cultura de un pueblo es el resultado de lo que va “cultivando”. Los grupos sociales desarrollan valores y formas de vida que definen su visión y expectativas en la vida. Es el crecimiento y madurez cultural que se logra al acumular experiencias individuales o colectivas incluidas tradiciones, costumbres, lengua, conocimiento y herramientas, entre otros elementos. La función de la cultura es la supervivencia de la sociedad: una gran cultura implica una gran civilización y una cultura pobre implica su destrucción.
Y al hablar de cultura no necesariamente nos referimos a las personas “cultas” o muy preparadas. Cultura es todo lo que el ser humano desarrolla y entre sus elementos figura el saber acumulado, las creencias, música, vestimenta, arquitectura, valores, normas de conducta que señalan los deberes y las obligaciones.
Hace años, teníamos pánico que México se fuera a “colombianizar” y se dieran las masacres y niveles de violencia del país sudamericano. Hoy, lamentablemente, ya nos hemos convertido en referencia de narcoviolencia y en Francia como en otros países, ya aplican el término de “mexicanización” cuando hay muertes provocadas por el crimen organizado.
El tema es delicado, pero es altamente preocupante lo que sucede en nuestra sociedad. Y lo grave es que estamos perdiendo la capacidad de asombro y entramos a un olla con agua que cada vez sube la temperatura y como las ranas, moriremos ahí, cocinadas, sin tener la capacidad de saltar. Nos fuimos adaptando al agua que iba subiendo de temperatura y cuando pasamos al agua hirviendo no la sentimos hasta que morimos quemados.
El contraste es estremecedor: el país está inundado por la violencia del narcotráfico. Salir a la sierra es un riesgo por encontrarnos falsos retenes de los “malos” que autorizan nuestro viaje; nos dicen que es muy peligroso viajar de noche por carreteras en determinadas zonas del país porque nos despojan del auto, en el mejor de los casos; los cárteles de la droga cada vez actúan con mayor impunidad en México presumiendo su fuerza de fuego, uniformes, logística, autos blindados desafiando al Gobierno Mexicano al que ya no le teme porque de él, solo recibe abrazos.
Y del otro lado, el contraste: capillas dedicadas a la santa muerte, venta de estatuillas del “santo” de los ladrones, auditorios a reventar escuchando canciones que elogian y ensalzan precisamente a los que provocan la violencia en México.
Mientras nos entretenemos coreando narcocorridos, los protagonistas de esas canciones se dedican a la venta de droga a niños y jóvenes, a embrutecerlos hasta dejarlos inhabilitados para vivir y razonar, de organizar masacres contra las bandas enemigas, de secuestrar inmigrantes, de extorsionar, de robar autos, de talar ilegalmente los bosques, de cobrar derecho de piso a quienes se dedican legalmente a un negocio para sobrevivir.
¿Es locura o suicidio? Mientras cantamos sus narcocorridos, vamos cediendo nuestros espacios, diversiones, escuelas, parques, calles. Cuando queramos reaccionar ya será muy tarde, porque el enemigo estará en la cocina. Ojalá no nos vayamos a arrepentir cuando no sea tiempo de actuar.
De la estrategia de abrazos no balazos, la sociedad se apoltronó en darles abrazos a los narcos. Es lamentable aceptarlo, los hechos lo confirman.
Antes, calificábamos el fenómeno del narcotráfico como un mero problema de tránsito por México. De Colombia a Estados Unidos de Norteamérica pasaban toneladas de droga y las bandas mexicanas cobraban una comisión por introducirla. Después estas bandas se apoderaron del mercado y clientes para surtirlos directamente e incrementar las ganancias. Y como vieron que era un gran negocio, crearon el mercado interno en México reclutando vendedores al menudeo y ofreciendo su mercancía en pagos cómodos a jóvenes, empleados, clase media y alta. Es cuando surge el “estatus” de la cocaína que ejecutivos y personas proactivas incorporaron para justificar su exceso de trabajo y estrés. Y cada uno de ellos tiene su “dealer” o vendedor particular. Esa es la realidad.
Y luego se dijo que la droga era un asunto de salud, de marginación, coyuntural, de ubicación geográfica, de pelea entre cárteles de droga, de negligencia o corrupción de autoridades para combatirlos, pero todo indica que el problema somos nosotros, la sociedad. Somos lo que les hemos abierto las puertas, las casas, las escuelas, clubes sociales y deportivos, fraccionamientos, colonias.
Y no tan solo eso, sino que hemos ido adoptando sus gustos y diversiones, sus ídolos y modelos, sus narcoseries y narcocorridos, sus “santos” y “capillas”.
Por eso vivimos ya una narcocultura. Todo eso fue sembrado y nosotros fuimos adquiriendo los estereotipos. A eso se refiere el término de narcocultura como la influencia “cultural” que ejerce el narcotráfico sobre la sociedad, a sus gustos expandidos por ellos y luego popularizados, aunque a veces sean de pésimo gusto.
Resulta asombroso que jovencitos de 23 años sean ídolos de la juventud por sus canciones y corridos bélicos o lo que le llaman los corridos “tumbados”. Hay dos partes en esto: ¿quién los contrata? ¿por qué los contratan? Y luego van miles de personas a aplaudirles en la promoción abierta a la violencia.
Entonces ¿dónde estamos? ¿Queremos una sociedad violenta, controlada por el narcotráfico, con masacres, balaceras y extorsiones?, ¿queremos que nuestros hijos tengan esos modelos a seguir, porque las “rolas” están muy “chidas” o nuestros hijos ya son fans de esos narcocorridos?
Si es asi, entonces no debemos asustarnos ni escandalizarnos. Vamos a un despeñadero. En este momento va una cantidad récord de miles de homicidios por el narcotráfico. Miles de jóvenes que desquician su vida y la de su familia por las adicciones y no hay una mano que los auxilie a salir de ese infierno mientras nosotros nos vamos a escuchar narcocorridos.
Nos estamos quedando insensibles a ver jóvenes embrutecidos, con la mirada perdida, delinquiendo para comprar una dosis más de droga o enganchados al cristal o fentanilo y les damos la espalda para ir a darle abrazos a los cantores de las loas de los narcotraficantes. No hay duda de que en nuestra sociedad está el fondo del problema, el germen o virus. Alguien diría que cada uno su gusto. Es cierto, pero es donde estamos y más adelante no nos sorprendamos que vamos caminando a un precipicio. Ese es nuestro espejo.
Y no conformes con ello, vamos a corear las canciones de nuestros verdugos y subimos todo a las redes sociales para cerrar el círculo perfecto de alabarlos y abrazarlos y luego difundirlos.
Esta anestesia social no pasa desapercibida en otros países, como lo revela un artículo de Rodrigo Soriano publicado este 15 de abril en España que describe cómo “ropa de marca, fajos de billetes, carros de lujo y armas han inundado las redes sociales en los últimos meses en México con videos en los que los usuarios tratan de mostrar vidas idílicas, que emulan los hábitos asociados a la cultura del narcotráfico sin pertenecer necesariamente a un grupo delictivo”
La influencia del corrido bélico -sí, de guerra, violencia, asesinatos- subgénero musical que incorpora violencia y las características de la música moderna al corrido. Todo ello, acompañado de una etiqueta: alucín. El término, que hace referencia a aparentar otra vida, acumula en Tik Tok 5,8 billones de reproducciones; y en Instagram 33.000 publicaciones. Según expertos en piscología, esto representa una “llamada de auxilio” de los jóvenes.
Puede ser una forma de querer “ser visto y respetado” donde se debe distinguir entre dos conceptos en los que la apología se encuentra separada por una delgada línea: la narcocultura y la narcoficción. “La narcocultura es la que producen los narcotraficantes para los narcotraficantes; y las narcoficciones las produce gente que no tiene nada que ver con el narcotráfico y para gente que no tiene nada que ver con el narcotráfico”, según el artículo de Soriano.
Lo confiscado al narcotráfico, si acaso existe, debe dedicarse a la rehabilitación de miles de adictos para que retomen el sentido de la vida. Las redes sociales dedicadas a fomentar la apología del crimen deben tratar con el mismo rigor de ser bloqueadas o eliminadas como las que discriminan a las minorías.
Con esta siembra abundante y entusiasta de narcoseries y narcocorridos ¿qué cosecharemos en poco tiempo?, ¿Cuál es la responsabilidad con nuestros descendientes? O ¿seguiremos cantando, consumiendo y aplaudiendo y con esas “rolas chidas” que solo a los escamados asustan?