Parece ser que deberé continuar con este asunto del paréntesis una semana más, murió el magistrado Rafael Quintana.
Al magistrado, pese a conocerlo muchos años ha, nunca le dije así: “Rafa”; siempre fue “diputado”, “coordinador”, “secretario” (lo fue de su terruño, Cuauhtémoc, en la primera administración de Beto Pérez), “magistrado”, “licenciado”, “señor”, nunca ese coloquial, íntimo o cercano “Rafa”.
Su muerte nos tomó por sorpresa a todos —o a casi todos, porque pareciera que a él no—. A él no porque, estoy cierto, se fue sabedor de que no dejó saldos, ni débitos, ni pendientes morales. En todo caso, como luego se dice, tuvo la “muerte de los justos”.
Murió en paz, Rafa, en su lecho, sin gestos postreros de crispación que traicionaran una tormenta interior, básicamente porque no la había, seguro estoy. Apacible, sencillo, trabajador, íntegro, empático (y simpático), una sonrisa perenne le iluminaba el rostro. Una sonrisa de medio lado un poco, (y tal vez sí) como si hubiera ido y venido de muchas cosas. Una sonrisa que daba cuenta de una existencia sin alardes ni estridencias, pero bastante para hacer ver, a quien quisiera o pudiera hacerlo, que Rafa estaba ahí, firme, sólido, entero, plantado de cara al mundo y sus inclemencias, con ánimo sereno.
Se muere Rafa y, a mí, se me hace un boquete enorme en el pecho pues, más que una brecha, se abre una puerta inmensa. Me explico: El sábado, durante el 1.er Informe de Gobierno de Maru, vi a Rafa por última vez; estábamos en el Centro de Convenciones, ahí nos saludamos y, como era habitual, tras el apretón de manos vino el abrazo infaltable. Se veía tranquilo, saludable, contento —como siempre, por lo demás—.
¿Cómo íbamos a imaginar los ahí reunidos que dos días más tarde, el lunes para ser exactos, un tempranero y engañosamente manso mensaje de WhatsApp nos iba a dar la triste noticia? No había forma de preverlo. Rafa no estaba convaleciente de ninguna enfermedad ni padecimiento crónico; sus achaques eran los propios de la edad, luego de años de fumar como desesperado; y esa, su edad, no era ninguna presentencia como resulta ser en muchos casos, apenas la constatación de una vida generosa, plena, rica, vívida.
Sin embargo, dos días más tarde ya estaba muerto y yo desolado. Quiero decir con esto que su súbita muerte me trae de vuelta, por fuerza, a mi propia vida y me constriñe a intentar darle sentido. Por alguna extraña razón, siempre cree uno que ha de vivir para siempre y va dejando de lado o sin hacer menudencias que no lo son tanto y que, salpicadas aquí o allá, transforman para bien la vida de otras personas y la de uno mismo. Un gesto de cariño, unas palabras de aliento, un acto de solidaridad, un abrazo, un beso a tiempo, nos redimen de la oscuridad e incertidumbre de la existencia.
Estamos aquí de prestado, en cualquier momento, ese regalo maravilloso que es la vida, nos puede ser arrebatado. Circula por ahí, en la red, una pretendida anécdota atribuida a Facundo Cabral; podrá ser verdad o no, pero para quienes lo escuchamos cantar o perorar, no nos cabe duda de que podría ser auténtica; larga de contar y fuera de lugar en estos párrafos, transcribo el final: “Me dijo [ella]: porque yo iba a abortar, pero apareció usted la noche anterior al aborto, apareció usted en un programa con Verónica Castro y le escuché hablar del mundo, del privilegio de estar en este mundo, y me dije: ‘¿cómo le voy a hacer perder esta fiesta a mi hijo?’ Y decidí que naciera. Y por eso le puse su nombre”; y dice Cabral: “¡Caramba, ahora sé por qué canto! Cantás para devolver parte de la vida que te dieron; cantás para despertar el fervor por la vida; cantás para contagiar la felicidad de estar vivo, en las circunstancias que fuere, hasta en prisión; estás vivo, y estar vivo siempre es la gran posibilidad”.
Y resulta que, a veces, esa simple verdad se nos olvida. Qué triste —lo digo por mí— que deba venir la muerte de un amigo a recordárnoslo. Pero quizá —lo digo por mí, de nuevo—, Rafa me deja esa última enseñanza: que hay que vivir con pasión y coraje (coraje del bueno), y que si nos busca la muerte y nos halla, que nos encuentre en paz y con una sonrisa dibujada en el rostro, así sea de medio lado.
Descanse en paz, don Rafael Julián Quintana Ruiz. Esté con Dios.
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