Uno de los libros que más he disfrutado en las últimas semanas (meses, años) ha sido, sin duda alguna, aquel que sirve de título a estas líneas.[1] La verdad es que escribir estos párrafos me cuesta trabajo por el deslumbrante regocijo que me deparó su lectura.
Después de leerlo, las palabras me faltan. Sin embargo, a la tarea.
Me anticipo: quienes pasen sus ojos por este conato de editorial no teman a los spoilers que, infundadamente, me achacan mis detractores en esas ocasiones en que me da por ponerme creativito y contar cosas leídas o vistas. No voy a decir nada que no esté en la contraportada o en la historia de esa isla inefable, Cuba; que conste.
Una de las sagas más memorables de la literatura universal es la de Mario Conde (si no le gusta leer, vea Cuatro estaciones en la Habana, en Netflix, para ver si así se anima). Muchas son las horas que le he dedicado a la lectura de sus novelas; sé un montón de cosas del personaje (hábitos, requiebros, debilidades e insolencias) tal y como se adentra uno en los ires y venires de los viejos conocidos, esa gente que ha estado ahí de toda la vida y entra y sale de nuestra existencia como Pedro por su casa.
La novela lo agarra (al Conde) sesentón, cansado y un poco hastiado de sí mismo. Hace décadas dejó la policía para dedicarse al comercio de libros y antiguallas como forma de subsistencia y, por fin, en los tiempos libres, a su pasión no tan secreta: la literatura. Lector voraz, y a su modo peculiar bon vivant, Conde lleva años a la espera de escribir su siempre aplazada primer novela.
Hoy, los seguidores del Conde podemos leer, a Dios gracias, su opera prima. Sí, en un ejercicio aparente de cuatro manos, Personas decentes es la novela de Padura que habla del Conde y sus avatares en esa Cuba del siglo XXI, tras la huella del asesino de un sádico, miembro de ese senil régimen de lástima y asco que es el cubano (al que tanto vitorean los imbéciles que nunca faltan); y es al mismo tiempo la novela del Conde que habla de la Cuba de principios del siglo XX, tras la huella de un sádico asesino que descuartiza prostitutas.
Decirles que me faltaron las palabras es porque empecé a leer… ¡la novela del Conde! Esa novela esperada por tanto tiempo, que jamás pensé que él llegaría a escribir y que, yo estaba seguro, no llegaría a disfrutar jamás. Me equivoqué, como suele ocurrir en forma demasiado recurrente, pero no importa, pues el asunto en la vida de todos es ir tirando; sacarle un día más al día previo; no perder las esperanzas y levantar la cara al sol para que la queme y dé cuenta de que estamos vivos todavía.
Escrita con deslumbrante pericia, con excelsa maestría, con esa aparente sencillez de lenguaje que solo consiguen maestros consumados, Padura (el Conde), nos adentran en la historia verdadera de esas dos Cubas, producto y reducto de un espantoso colonialismo (primero español y luego norteamericano) que ha envilecido a intervalos a sus élites y clases gobernantes.
La historia que Padura narra podría ser, de hecho lo es, la historia de México y de toda América Latina. Espejo implacable, Personas decentes es la historia de una hipocresía institucionalizada, abyecta, que juega a gobernar mientras sus hijos dilectos, siempre en nombre del pueblo al que dicen encarnar, se enriquecen a manos llenas, traicionan la palabra empeñada y comulgan con los enemigos del régimen que juraron defenestrar.
Si no lo ha hecho, empiece a leer a Padura en esa serie de libros magnífica[2] que da cuenta de la vida de ese personaje entrañable, Mario Conde; de los sabores y sinsabores de un lugar que estará por siempre en la memoria de todos, como lo mejor o lo peor que es posible concebir durante un sueño tropical: la isla de Cuba; y en general, como un compendio de la triste historia de esta parte del mundo, Latino América, el sueño frustrado por antonomasia.
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Luis Villegas Montes.