Si el mismísimo Simón Bolívar —padre de la patria de otras patrias— pusiera un pie en el Paseo Bolívar de Chihuahua, pediría de inmediato que le retiraran el nombre. No por ofensa, sino por piedad. Porque este tramo peatonal, tan orgullosamente pavimentado con ambiciones y flanqueado por edificios que coquetean con el colapso estructural, es más un desfile de contrastes que un paseo. Paseo, dice el nombre; Bolívar, el apellido y, sin embargo, no hay nada más chihuahuense que llamarlo así, como si con eso bastara para tener una Ramblas versión norteña, o sea, sin mar ni playa, pero eso sí, con un sol del carajo. Spoiler: sorry, but no basta.
El Paseo Bolívar entró a mi vida siendo yo muy joven. Yo no era de esos barrios, que conste, yo soy nativo de un lugar más anodino, de una colonia sin prosapia ni historia ilustre que la ilustre, valga la redundancia, la Obrera. Por sus calles no pasó nada memorable, si acaso, que no hubo banqueta donde no tropezara, agujero en el que no me cayera, chicle que no pisara —entre otra larga serie de inmundicias— y tienda en la que no terminara comprando exactamente lo opuesto a lo que me habían pedido mi abuela Esther o Lola, mi mamá. Que si “cocido”, carne molida; que si calabacitas, pepinos; que si fideos, arroz; que si sal, azúcar; y así, siempre; lo que no entiendo es porqué me seguían mandando. ¡Ah, claro! Mi abuela estaba ciega y mi mamá trabajando.
Pero hablaba del Paseo Bolívar y cómo entró a mi vida en forma intempestiva. Tenía yo —y para mi desgracia continúo teniendo a mis cincuentaiocho— imberbes trece años, cuando mi papá Cruz tuvo la peregrina idea, secundada por Lola, de que bien podía yo entrar a trabajar a la Presidencia Municipal. Aquí es preciso hacer algunas, varias, precisiones. La primera es que, de aquí en delante, mi papá Cruz será muy citado en esta y en las siguientes crónicas in sæcula sæculorum, porque gracias a él recorrí la ciudad por primera vez con otros ojos (igual de ciegos que estos, pero otros ojos).
La segunda es que yo no tenía muchas ganas de laborar porque, como sentenciaría mi hija María, muchos años después presa de la clarividencia y con envidiable precisión y objetividad, yo soy más bien “güevoncito”.
La tercera, que mi papá Cruz amaba su ciudad con locura y parecía conocer cada resquicio de ella; cada calle, callejuela, callejón, esquina o recoveco; y para todos ellos tenía una historia o una anécdota.
Zacarías Márquez Terrazas fue un conocido historiador, concretamente, cronista de la ciudad de Chihuahua, con un pequeño defectito: que no era oriundo de estos lares; primero estudió en ciudad Guerrero, luego en Cuauhtémoc, después en la ciudad de México y posteriormente en Toluca; yo no tengo nada contra don Zacarías, pero mi papá sí, porque decía que no es que contara muchas mentiras en sus libros, pero alguna sí, porque no conoció la ciudad ni la llegaría a conocer jamás como la conoció él que no la vio crecer porque simplemente él creció en ella y con ella en una simbiosis perfecta, la ciudad como matriz y como matraz. La pateó de cabo a rabo desde la infancia hasta el día de su muerte.
Cruz fue, durante muchos años, director municipal de parques y jardines y con esa designación le dieron en su patita de palo, porque todo el día recorría la ciudad con fiero entusiasmo revisando plazas, parques, jardines, monumentos, glorietas, camellones, fuentes y cualquier cosa que Dios le pusiera delante siempre que estuviera dentro de su jurisdicción o competencia; cuidaba de la poda de árboles con una ternura y esmero que no puso en mi educación y casi podía echarse a llorar si un árbol díscolo decidía retoñar.
Pues, para mí, todo empezó en el Paseo Bolívar, cuando entré a trabajar a la Presidencia Municipal, a la Dirección de Parques y Jardines; es decir, en esos ayeres, con el mismo orgullo empleado por el ese entonces presidente de la República, José López Portillo, mi papá podía afirmar —casi de manera concurrente y toda proporción guardada— que yo era “el orgullo de su nepotismo”. Todas las mañanas, antes de las ocho, los “maistros” y “chalanes” nos congregábamos en torno al quiosco (ése que se haría famoso a nivel nacional por la huelga de hambre de cuarenta días que emprendió don Luis H. Álvarez, el 30 de junio de 1986) para recibir las instrucciones del día, si fuera el caso, pues cuando la encomienda iba a tardar más tiempo, uno se dirigía al lugar de turno hasta concluirla.
Así fue como entré a trabajar por primera vez: reparando y pintando bancas; y tenía mucho trabajo porque, desde entonces, por alguna razón ignota y gastando dinero a espuertas, las administraciones deciden distinguirse con logos y colores que modifican cada que se tercia, ¿con qué propósito?, al día de hoy no sé. O sí, pero me sigue pareciendo una soberbia memez.
Sigo sin ganas de escribir sobre los desfiguros, excesos, ridículos y abusos que pautan la elección judicial; lo digo, sobre todo, por esos vivales que, con todo descaro están usando cualquier medio a su alcance para engañar mequetrefes, con eso de: en cada Municipio buscar el apoyo para todos, para agregar, a renglón seguido: “que el estatal es nuestra prioridad”; ja, ja, ja, ¡Ja! Claramente van por la presidencia del Tribunal para unos cuantos magistrados compas y nada más. Incautos aquellos que les creen sus “buenas” intenciones… por no decirles más feo.
Continuará…
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Luis Villegas Montes.