“El resentimiento es la vena aurífera
principal del marketing populista”:
Arthur Finkielstein
El fantasma del populismo recorre el mundo: va de la derecha a la izquierda o a la inversa, como badajo de campana. Son los nuevos Nerones que con audacia, arrogancia y prepotencia se atrincheran en el poder con la novedad del uso y abuso de redes sociales que se han ido extendiendo como mancha de petróleo en el mar.
Esa palabrita -populismo- se escucha por varias partes y por lo general se ignora el significado e impacto o solo se llega a identificar con la palabra pueblo o popular. A lo más, se pretende identificar con políticos o gobiernos “populacheros” relativos a la raza o masa para confundirlos con gobernantes carismáticos.
El populismo es como la posverdad en la política. Es la suplantación de la verdad y del poder para disfrute personal al estilo de viejos emperadores que interpretan la democracia como el permiso de imponer su voluntad personal en el decir, hacer y sentenciar.
Desde el apogeo del imperio romano, que implantaron el sistema de “pan y circo” para mantener conforme y entretenida a la población, con lucha de gladiadores, entrega gratuita de trigo, circo, teatro y hasta el espectáculo de echar cristianos a las bestias, la tentación y pasión desmedida de lograr el control sobre los humanos se ha refinado y tecnificado con herramientas de manipulación y engaño. De ahí empezó la divinización del llamado “pueblo” para halagarlo con calificativos de exaltación y a hacerles creer que la razón de un gobernante es desangrarse y entregarse a una clase social que a cambio le reditué en votos. El político populista es el sofista actual que con un discurso paternalista y zalamero elogia al “pueblo” siempre y cuando éste le pague con votos.
Los sofistas, derivado originalmente de la palabra sophía que significa conocimiento, fueron personajes que con dominio del lenguaje confundían a los ciudadanos y los engatusaban con discursos floridos que endulzaban los oídos del auditorio, pero eran engaño. Equivaldría a actuales “charlatanes” que gustan usar la lengua como espada flamígera para destruir a quienes no piensan como ellos y se consideran que tienen el monopolio de la verdad, “su” verdad, su posverdad.
Para entender el populismo, la clave está en la demagogia, por eso se les etiqueta como sofistas -o mentirosos- que con palabrería hueca, confusa, contradictora y a veces rabiosa se sienten mesías o caudillos.
En la trampa populista, “el problema es que los políticos se han convertido en cazadores de frustrados sociales y resentidos sociales, el político que te alivia de la carga de tu obligación y de tu responsabilidad. El político te dice: nada de lo malo que surja en tu vida es tu culpa, siempre va a ser culpa de otro, yo te voy a decir de quién es la culpa y voy a combatir a ese que tiene la culpa.
El populismo del siglo XXI ha generado el discurso de los pobres buenos y los ricos malos. Para este tipo de gente el pueblo es el pobre en el cual va a encontrar todas las virtudes: ahí está la buena gente, ahí están los que tienen los derechos, los que están oprimidos, los que están marginados y el rico es el culpable de todo eso. Siempre el discurso populista necesita fragmentar en pueblo y antipueblo”.
Y en el inicio del populismo, los recursos para engañar eran básicos pero efectivos, hoy con la tecnología digital se facilita y masifica el control. La calificación permanente de los medios de comunicación convencionales de “manipuladores” nos preocupaba a pesar de saber la fuente y de dónde venían los mensajes, y sin embargo, ahora con las redes sociales, por lo general, desconocemos la fuente, origen e intención de la información. Ahí, la invasión masiva a la privacidad se da desde el anonimato que oculta y sobre todo nos ha creado una dependencia, permanecemos pasivos y aletargados en un estado de ensimismamiento conectados -¿o esclavizados?- a un dispositivo que nos monitorea las 24 horas del día como el grillete electrónico que instalan en el tobillo a personas sujetas a un proceso judicial.
Ahora hay populismos mediáticos que se montan sobre los medios y las redes sociales. Alaban a quien los alaba, amenazan o intimidan a quienes no piensan igual. El populismo ha despertado una piel de niño en esos gobernantes, tan sensible y blanca, que no soportan el mínimo roce.
Existen tres características distintivas de los populismos actuales a partir de la explicación mediática. La primera es la desintermediación porque ya se actúa de manera directa, sin intermediarios. Hoy podemos ordenar productos, tanto comerciales como políticos directamente a la red como servicio a la carta. Van desapareciendo los intermediarios tradicionales como partidos, sindicatos, periódicos, iglesias y asociaciones.
“La segunda característica distintiva explicada por el carácter mediático de los populismos actuales es la fragmentación o polarización de la discusión politica: dos fenómenos conectados pero distintos. La fragmentación se refiere a la individualización y pulverización de los destinatarios del mensaje político, quienes se creen menos manipulados hoy. Asi, al informarse mediante su teléfono inteligente, y no más a través de los medios tradicionales, cada individuo se hace su propia información, y sabe solo lo que quiere saber.” Y la polarización es dividir a la sociedad en buenos y en malos, en conservadores y demócratas, con la consigna de divide y vencerás.
La característica tercera de los populismos actuales explicada por su carácter mediático, según Barberis, la más descuidada de las tres, es la que propone llamar la contestabilidad del poder. Los medios digitales, en particular, hacen que el poder de las élites tradicionales sea cuestionable por los extraños. No solo las noticias falsas circulan libremente, sino que las noticias verdaderas pasan por falsas. Cualquiera interviene en las redes como acceso libre a compartir información, pero también cualquiera y de manera mal intencionada e inocula veneno en las redes, desde el anonimato y la perversión.
Y, mientras el populismo desgasta y corrompe a las sociedades, gran parte de la ciudadanía está tremendamente entretenida en las redes sociales con sus pantallas hipnóticas. El motivo actual de vivir es esperar la nueva versión del teléfono inteligente, cuáles aplicaciones novedosas traen, formas de pago, planes de uso, capacidad de memoria y nitidez o claridad de las fotos con filtros y arreglos para alimentar más la selfieadicción. Esas son las preocupaciones y prioridades de una sociedad enajenada con los dispositivos electrónicos como espejitos que deslumbran, mientras los populismos tejen sus redes de poder.
Es cuando nos hackean la democracia. Entre el imperio de la imagen y la sociedad de consumo se nos va la vida: somos solo oídos y ojos: auditivos y visuales y sobre esos dos pilares se sostiene la vida moderna.
La imagen cotidiana es ver por las calles y en nuestras propias casas a personas con auriculares, potentes bocinas en los autos, caminar con audífonos inalámbricos permanentemente conectados al teléfono celular viendo imágenes, tomarnos fotos en una selfieadicción, mientras miles de cámaras en las ciudades y carreteras nos observan y graban.
Es lo que llaman las excitaciones hiperconsumistas desde “consumir” nuestra propia imagen. “La selfieadicción contribuye a la depreciación de los entornos con la búsqueda obsesiva de nuevas selfies”. Ya no se ve el lugar que se visita sino cómo nos vemos en ese lugar dejando en segundo plano el paisaje y nosotros ocupando el primer plano.
Debemos mantenernos alertas y evitar que el aletargamiento, por no llamarle de otra manera, en las redes sociales, nuevamente distraiga la atención mientras nos hackean la democracia.
Y en los populismos, unas de tantas víctimas son la democracia y la verdad donde en nombre de los pobres se esconden para imponer un autoritarismo.