Antes andaban en las nubes,
se quedaban arriba…ahora
estamos en la nube
La moda hippie pasó hace varias décadas y a las nuevas generaciones solo les quedó la vaga idea del atuendo de largas túnicas, barba y pelo crecidos, con una guitarra al hombro, fumando marihuana y mostrando permanentemente el antiguo signo de la victoria con los dedos índice y cordial, que decían era el símbolo de “amor y paz”. Y efectivamente practicaban el amor libre, sin ninguna responsabilidad en galerones o granjas que denominaban comunas.
A esa forma de vivir, amar y fumar mota le añadieron lo que erróneamente consideraban su filosofía: un pacifismo sin propuestas, una pretendida vuelta a la sociedad primitivas y pequeñas de vernos todos como hermanos, peor en realidad era un hedonismo placentero y cómodo donde el amor libre terminaba en promiscuidad y por supuesto en embarazos, donde no se identificaba la paternidad y al poco tiempo, con niños en brazos, se terminaba la magia y la aventura.
Al pacifismo “pasivo” -valga la expresión- pretendieron convertirlo en bandera, pero al término de amor le dieron con todas las ganas. Para incorporarse a una comunidad hippie, por lo general, se requería de tener el problema económico resuelto para darse el lujo de irse unos meses a esas comunas y aguantar hasta que los padres dejaban de mantenerlos o que despertaran del sueño psicodélico de LSD y del viaje alucinante de los hongos.
No cualquiera podía ser hippie, pues comer y sobrevivir sin trabajar por varios meses o años implicaba un nivel económico entre alto o muy alto.
Ni evitaron guerras, ni propiciaron paz. Eso sí, mucho amor entre ellos con diferentes combinaciones y gustos pensando que el amor libre a ultranza sería la clave de felicidad y fin de guerras y conflictos, pero no sucedió nada de eso. Al poco tiempo abandonaron las túnicas, se rasuraron y cortaron la barba, las mujeres dejaron las faldas largas e inscribieron a los hijos -producto de la comuna- en escuelas o en el peor de los casos, los encargaron a los abuelos por haberse quedado en las nubes o “arriba”, como se dice por el abuso del consumo de drogas.
Pero fue una época y una generación que marcó los finales de la década de los sesenta e inicio de los setenta. Como toda moda, generó productos, música, ropa, lenguaje y frases.
Lamentablemente una de esas frases, que supuestamente era parte de su “filosofía” fue la reiteración sin sentido y sin fondo, solo para justificar su actuar era “no somos nada” que como mantra o jaculatoria repetían como respuesta mecánica a cualquier cuestionamiento o complicación en la vida.
Desde esa moda, muchas personas confundieron que al expresarse así, con ese derrotismo sin esperanza y sin expectativas de la vida, era una panacea filosófica.
El “no somos nada”, el “amor y paz” o promover el amor libre fue una herencia de esa evasión de la realidad que fue permeando en generaciones y pensando que tendría la misma profundidad y sentido de humildad del conocimiento de Sócrates con el “yo solo sé que no se nada”.
No somos nada sólo empujó a posteriores generaciones a un nihilismo que es una corriente de pensamiento que sostiene que todo se reduce a la nada, y en la nada, pues nada hay. Unos existencialistas decían que el fin de la nada era la angustia. Por lo tanto, no tiene sentido la vida ni nada. Eso lleva a una incredulidad. No creer en nada porque nada tiene sentido.
El brinco lógico fue un vacío existencial, donde la existencia se siente vacía y ahora parece ser la enfermedad de nuestra época. Es más, la depresión ha sido considerada la gran epidemia real y mortífera que vivimos en estos momentos. La vaciedad o hueco en el alma por estar perdidos en la nada la queremos llenar con las redes sociales porque no podemos negar que la especie humana ha estado experimentando un cambio sustancial en el cerebro, en los sentidos y en el alma por la dependencia de la tecnología.
De manera paradójica vivimos en un ecosistema o ambiente hiperconectado, pero al mismo tiempo nos desconecta. Marshall Mcluhan lo había señado desde los 60 que los medios de comunicación son ampliaciones de nuestros sentidos donde vemos y oímos por ellos, pero de manera contradictoria, nos “amputan” nuestros sentidos para ver la realidad de manera directa. Estar hiperconectados significa tener ampliaciones y extensiones a muchos lados de manera simultánea o acercar lo lejano así como alejarnos de lo cercano.
Desde el aislamiento por la pandemia de Covid, el uso y abuso de las redes sociales se dispararon y sufrimos de ansiedad y depresión si no estamos conectados o enchufados.
Y en el mundo del todo, aterrizamos en la nada lo que podría fundamentar la posición hippie de que no somos nada.
Si antes decíamos que alguien se “quedó” en las nubes o aplicamos la canción que relata que me caí de la nube en que andaba, ahora estamos acomodando todos nuestros archivos, precisamente, en una “nube”. De andar en las nubes, perdidos o repitiendo que no somos nada, los documentos de valor, los colocamos en una “nube” virtual como archivo extraordinario para descargar los discos de nuestra computadora o celular.
Es claro que la filosofía ayuda a dar sentido a la vida y que la nada tenga algo o mucho de sentido. Ha habido pensadores pesimistas o nihilistas que empujaron o detonaron casos de depresión, angustia, soledad y desesperación, muchas veces, acelerando casos serios psicológicos o psiquiátricos.
La alerta es que las redes sociales, con un uso desmedido o sin control, pueden ser camino directo a esa angustia y depresión porque nos aíslan del mundo, de las personas físicas y reales. Nuestro entorno se convierte en espacio vacío de nosotros, aunque lleno de mundos virtuales y lejanos: pasamos de estar hiperconectados en un ecosistema digital, pero desconectados de las personas que tenemos enfrente. Somos más proclives a personajes virtuales o robots que a personas de carne y hueso.
Sin duda, la tecnología digital es una gran aportación al dominio de variables alternas y externas del ser humano. Los humanos son creadores, innovadores y ejecutores con la capacidad suficiente para no convertirse en codependientes de robots.
Entonces somos todo, somos seres irrepetibles y únicos con trascendencia con la capacidad de ver más allá de nuestra nariz.
¿Cómo admitir de que no somos nada cuando el milagro de transmitir la vida se da cada segundo?
El cerebro y el corazón son de los órganos más importantes del organismo. La fábrica de la vida diseña y elabora durante 9 meses nuevos seres dotados de ojos, hemisferios cerebrales, articulaciones complicadas y sofisticadas que al salir del vientre materno oyen, ven, conocen y aman.
¿No somos nada?
Somos todo y mucho más. Tenemos riqueza emocional, capacidad de amar, de hacer, crear, innovar, inventar….
Somos filósofos por naturaleza que podemos reflexionar sobre nosotros mismos. Gozamos de un espejo interno donde nos podemos ver y hablar con nosotros mismos. Somos los únicos seres autoparlantes para sincerarnos con nosotros mismos, regañarnos, alabarnos y corregirnos.
Ese nihilismo de “no somos nada” que heredamos como moda popular y forma de vida cómoda y placentera sólo ha desatado suicidios, estados de angustia y desesperación. Nuevas adicciones a redes sociales que, en lugar de usarlas para nuestro servicio, les servimos a esas redes.
De esa generación hippie, ya nada queda.
Y de la nada, nada sale.