En menos de una semana se va el Adolfo de regreso a España.
Duró por acá, casi dos meses. Al principio no se quería quedar; ahora, ya no se quiere ir.
Se le quedan pedacitos del alma en esta su tierra, pero siente que el deber lo llama. No soy yo quien pueda confiar ni difundir los pormenores de una de las cartas más hermosas que he escuchado en mi vida; ya lo hará él, o no, mas no importa. Lo cierto es que constato con júbilo, cómo sí, lo suyo es la escribidera.
El sábado salimos a despedirlo. Sabrá Dios cuándo volveremos a coincidir. No reunimos temprano, a las ocho de la noche, y nos despedimos temprano también, a las seis de la mañana. Fue una jornada memorable en más de un sentido. Llena de cantos, de risas, de recuerdos, de anécdotas. A ratos, Lola se hizo presente en la conversación y así fuimos desgranando las horas.
Yo sentí esa felicidad amarga de las despedidas. Felicidad porque regresa Adolfo a lo suyo, a lo que le gusta, a lo que estudia, a lo que quiere ser; felicidad porque regresó, y se va, un poco más adulto; un poco más hombre; un poco más él; esa persona en que irá convirtiéndose con el paso de los años y que promete ser espléndida en su sencillez, en su generosidad, en su integridad, en su bonhomía.
Amargura porque ya me había acostumbrado a tenerlo aquí conmigo; a llamarlo por teléfono para decirle “ven” y que llegara él refunfuñando porque “tiene muchas cosas qué hacer” (yo no sé qué, si desde que llegó está de Ninini); a verlo, a abrazarlo, a estar con él en medio de un pautado silencio que salpican una taza de café, rones con Coca Cola y un chorrito de limón, humo de cigarrillos y pláticas interminables sobre lo humano y lo divino. Historia, filosofía, metafísica, libros, cartas, poemas, nombres de autores, anécdotas apócrifas o biografías inventadas, aspiraciones legítimas y sueños auténticos, todo cabe en nuestras charlas, que duran ya casi tres meses desde que fui a alcanzarlo a Madrid y que para mí se han ido como un suspiro.
Quisiera que se quedara y no.
No me gustaría verlo frustrarse y que se quedara con las esperanzas rotas de los sueños truncados. No me gustaría ser testigo de cómo se le enmustia el corazón, de cómo se le encogen las alas ni cómo se le marchita el alma. Me gusta, en cambio, verlo reír, impacientarse porque su interlocutor es un poco lerdo, precipitarse con las palabras, enredarse en ellas —de tantas que son y de lo rápido que se suceden—. Me encanta escucharlo en sus pocos años, entusiasmado, viviendo cada minuto, cada instante, paladeándolo; mordiendo trozos de vida como se trituran y estallan entre los dientes, los granos de uva.
Pues el sábado por la noche empezó esta que promete ser una despedida movidita (tenemos otras tres en puerta); y con ella se me empezó a encoger el corazón. En algún punto (estábamos acodados en una terraza), le dije que me sentía un poco cansado; de alguna manera, en un instante (atisbo) de lucidez, me sentí un poco vacío, un poco lejos de todas las cosas, un poco con esa sensación del “deber cumplido”, un poco más viejo, en suma. Creo que no, que tal vez no; es solo que Adolfo se va y me había empezado a acostumbrar a su presencia vivífica. No citamos para el próximo verano en Turquía. Dios dirá.
Desde aquí, desde estas páginas, Adolfo, celebro tu vida, tus éxitos, tus anhelos (que son míos), tu limpia alegría y tus nobles sentimientos. Que Dios te guarde, hijo mío, y —tal y como se titulan estas páginas—, confío en que pronto nos volvamos a ver y si no estamos crudos, ni desvelados, mejor.
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Luis Villegas Montes.
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