Como me ha ocurrido otras veces en el pasado, debí dejar de lado mi reflexión de cada semana y escribir otra a la carrera.
Se murió mi tía Rosa.
Mi tía era cuñada de mi mamá, esposa de mi papá Homero. Con mi tía se van muchas cosas.
Mi tía formó parte de mi vida de multitud de formas. Todos mis recuerdos de niñez la guardan porque siempre estuvo ahí, como mi abuelita Esther, como mi papá Jesús, con mi papá Cruz, como mi mamá Lola, como mi hermana Paty. Mis primos, más que primos, han sido como hermanos. Con ellos crecí (no mucho) y con algunos conviví muy de cerca durante esa loca adolescencia que viví, ¿o padecí?, ya no me acuerdo.
El asunto ese de mis tres papás debió de dejar la reputación de mi mamá por los suelos, porque a la pregunta obligada en la escuela de: “¿cómo se llama tu papá?”, yo siempre respondía con un ingenuo: “¿Cuál de los tres?”. El asunto es que mi papá biológico, Cruz, no vivía con nosotros, aunque nos veíamos todos los días, y eso lo explica todo.
Resulta que mi papá Homero, mi tía Rosa y sus ocho retoños vivían en la misma calle de nuestra casa y mi hermana, huérfana de padre (su papá falleció cuando ella era una bebita), creció viendo a nuestros primos mayores como los hermanos que no tenía (todavía no nacía yo) y, lógico, el papá de ellos, mi papá Homero, para todos los efectos, legales y no legales, se convirtió en su papá. Por ejemplo, fue él quien la entregó el día de su boda y en la sala de su casa, está el retrato de Paty vestida de novia. De ahí que yo creciera —como mis primos, como mi hermana— diciéndole “papá”, pues desde el mismo día que nací, ahí estuvieron él y su mujer, mi tía Rosa, al lado mío.
Mi papá Jesús también era hermano de mi mamá; nunca se casó y nunca se salió de nuestra casa; como era el único varón presente y me llevaba algunos añitos (fue el mayor de cuatro hermanos), ya con dos papás a cuestas, lo de menos fue echarme al tercero y en “papá” se quedó él también. Una fatalidad que no viene a cuento relatar truncó su vida amorosa y desde entonces, puedo afirmarlo con absoluta certeza, su mayor adoración fui yo.
Buena parte de lo que soy tiene que ver con mi papá Jesús; por no ir más lejos, los dientes los tengo dados a la trampa porque tragué gansitos como si no fuera a haber un mañana; fue él el que me educó en el fino arte de meter una bolón de nieve de vainilla en una taza con Coca Cola; y él quien me prodigó y alentó para gozar del placer más grande que he disfrutado en la vida: la lectura. Absolutamente todos los días, durante más de diez años, casi desde que aprendí a caminar y dejé la crisálida de la puericia, me llevó revistas o “cuentos” —como yo los llamaba (los españoles dirían “tebeos”)— que hicieron de mí, con el auxilio de mi abuela Esther y Paty, el lector compulsivo que soy.
Mi papá Cruz algo tuvo que ver con ese vicio (no hay otro modo de decirlo), pues muchas de las mejores novelas que leí en mi juventud me las regaló él; aparte de que le heredé cuatro cosas que al día de hoy conservo y me definen por mucho: mi gusto por el café hirviente y “negro” (como mi consciencia), el placer de fumar, mi pasión por el cine y esa extraña sensación de sentir que voy vestido solo cuando visto de traje y corbata. Por supuesto que puedo ir por la vida de mezclilla y camiseta, pero siento como que no soy yo, que es otro ese panzón fachoso que anda por ahí. El traguito lo agarré por cuenta aparte, en la calle, junto con mis amigos León y Eslí.
“¿Y dónde quedó la tía Rosa?”, podría preguntarse algún despistado, uno de mis quince o veinte lectores, “pues ahí”, le diría, “justo en medio de esta historia”. Si Cruz me dio la vida, si mi mamá me crio con todo el amor del mundo y paciencia infinita, si Jesús me regaló la lectura, si mi abuela me compartió una fe inquebrantable en Dios, si Paty ha sido como una segunda madre, mi papá Homero y mi tía Rosa me dieron la única familia que tuve antes de mi propia familia.
Mi familia era chiquita y un poco singular, como ya ven; fueron mi tía Rosa y mi papá Homero, junto con sus hijos, quienes me brindaron el calor de una familia numerosa de muchas carnes asadas, de muchos festejos, de muchas risas, de muchos abrazos, de muchos besos.
Pues el sábado por la mañana, se murió mi tía Rosa. Con ella se van muchas cosas, ya lo dije. Se cierra la única ventanita que quedaba de esa generación de la que ya no queda nadie y que tanto me dio. Su muerte, inevitablemente, me trajo a mi mamá de vuelta y al resto de mis muertos. Me trajo el vívido recuerdo de mi niñez, de mi adolescencia, de la cantidad de estupideces que he dicho y hecho, pero que forman parte de mí como mis huesos, como mi cuerpo.
Se va mi tía y a cambio de todo lo que se lleva, me deja muchas cosas también: la certeza de un pasado que no cambiaría por nada, de esta vida que he tenido y que me parece absolutamente fantástica.
Gracias por todo, querida tía; como debía ser, como ocurre con las personas buenas, tuvo una buena muerte y una mejor vida, rodeada de mucho amor de mucha gente; nos vemos y esperemos que no sea pronto. Descanse en paz.
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Luis Villegas Montes.