Como es tradición ya, el pasado viernes se celebró el cumpleaños de Mario Vázquez.
Me sentí como hace mucho tiempo no me sentía, a gusto. Rodeado de gente que, de un modo u otro, resume y significa mi biografía particular de hace diez, de hace veinte, de hace casi treinta años ya.
Aquí y allá, me reuní, abracé, platiqué, comenté, me tomé selfies, reí y… recordé. Multitud de anécdotas, de remembranzas, de evocaciones, se agolparon en mi cabeza, emergiendo de los posos de la memoria y me caldearon el corazón. Rodeado de todos ellos, me sentí como en casa.
Vi tantas caras, que hacía tanto tiempo no veía, que fui armando a trozos mi camino por la profesión, por el estudio, por el trabajo, por mi militancia, por mi trayectoria, por mi vida toda aquí en Chihuahua, en Juárez, en Parral, en Delicias, en Nuevo Casas Grandes, Cuauhtémoc, Guerrero, Bachíniva, Santa Bárbara, la sierra (casi toda, pues en pocos municipios no he estado), en toda la geografía enorme de nuestro Estado, pues, sea dicho así para abreviar. Con todos, así lo sentí, así lo viví, así lo recuerdo, tuve ocasión de agradecer victorias o de lamentar derrotas. En ese tiempo gané muchas batallas y perdí muchas más (esa es la pura verdad), pero siempre, recién me di cuenta esa noche, fui sembrando de amigos, o aliados (cuando no cómplices benignos), el camino con quienes me reencontré ese viernes memorioso y memorable.
Aunque quisiera, aunque las yemas de los dedos me hormiguean por hacerlo, no voy a mencionar nombres, excepto el del festejado, porque tendría que dejar fuera muchos otros. Sin embargo, desde estas líneas, hago público mi testimonio de gratitud. Vaya mi gratitud permanente a cada uno de ellos por lo cálido de su abrazo, la generosidad de su acogida, el júbilo genuino reflejado en sus pupilas y lo abierto de su risa que, no pocas veces en el transcurso de la noche, desembocó en carcajada.
En aquella época era todo mucho más sencillo y mucho más complicado. Simple porque la convivencia se fue armando de esperanzas magníficas, grandes carencias (peleábamos con uñas y dientes y poco más) y pequeñas complicidades indispensables (por lo menos, nadie le ponía precio a tu cabeza por bagatelas). Difícil porque había que sobrevivir en medio de la desesperanza o del desaliento que infructuosamente nuestros adversarios políticos pretendían sembrar en nuestras filas.
Ha costado mucho llegar hasta aquí; algún precio se debía pagar durante el trayecto —y se pagó—, pero aquí estamos. Faltaron muchas caras ese viernes, muchos nombres de gente entrañable que se quedó en el camino. Han muerto muchos desde entonces y hacen falta, ¡claro que continúan haciendo falta!, pero aquí seguimos los que seguimos —como desde el principio—, repitiéndonos las palabras de ese hombre extraordinario que fue don Manuel Gómez Morin: sin olvidarnos “que nuestro deber es permanente, no lucha de un día, sino brega de eternidad”.
El viernes recobré un poco ese espíritu del que me creía despojado… por mí mismo que conste. Paulatinamente, el día a día me lleva por otros rumbos (queridos también, satisfactorios, limpios, buenos). Me mantengo en la lealtad de las amistades que aún frecuento, claro, sin embargo, no había tenido ocasión de reunirme, de sentir la presencia “de bulto”, de tantas personas que en algún punto de mi vida significaron tanto porque —quien me conoce lo sabe— cuando me entrego a una causa me entrego del todo y por entero, sea lucha de un día, de una semana, de un mes o más. En muchas ciudades dejé pedacitos de mí, trabajando duro, riendo, llorando, conspirando, celebrando o lamiéndonos las heridas, y afilando las uñas, porque había un mañana y ahí íbamos a estar.
El mañana llegó y aquí estamos, aquí seguimos, para lo bueno o lo malo que esté por venir. Por lo pronto, gracias a todos los que hicieron posible ese viernes inolvidable.
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Luis Villegas Montes.