El FBI y la DEA han anunciado las recompensas más altas por el viejo capo del narcotráfico
Ciudad de México– Los que tienen que saber dónde está, lo saben. Cuando los capos de la vieja escuela del narcotráfico llegan vivos a la edad de Rafael Caro Quintero, 68 años, lo más importante es que los recuerden. Que los veneren algún día cuando ellos ya no estén. Que perviva su leyenda. Pese a ser el narcotraficante mexicano más odiado por la Agencia antinarcóticos de Estados Unidos (DEA), que carga la recompensa más alta para un criminal, 20 millones de dólares, nadie en su tierra duda de cuál es su refugio. Los pueblos donde se crio, la sierra polvorosa de Sinaloa y el desierto donde vivió desde joven con su familia, el norte de Sonora. Lugares pequeños, difícilmente accesibles, rodeados de su gente. Hace unas semanas el FBI envió una ficha que alertaba de que el capo que pasó a la clandestinidad en 2013 por un error en una sentencia, después de 28 años en prisión, seguía siendo una amenaza para el tráfico de estupefacientes. Que Caro Quintero, la última leyenda viva y libre del narco mexicano de los ochenta no estaba de ninguna manera retirado.
Regresar al terruño ha sido desde hace décadas la estrategia de los narcotraficantes mexicanos, aunque les pisaran los talones. Le sucedió a Joaquín El Chapo Guzmán, que fue detenido por última vez en una casa en Los Mochis (Sinaloa, en 2016) y se da por hecho que lo mismo sucede con el único narco de la vieja escuela jamás detenido del cártel de Sinaloa, Ismael El Mayo Zambada. Cuando Caro Quintero logró que un juez lo dejara en libertad en 2013, antes de cumplir los 12 años que le faltaban de cárcel, lo primero que hizo fue regresar a su pueblo. Reorganizar a su gente, negociar un pedazo del pastel y sin las excentricidades de su época, continuar con el negocio de manera silenciosa. El FBI lo ubica en Badiraguato (Sinaloa), el pueblo del que son casi todos los capos de la droga de México, y anuncia: desde ahí opera su propio cartel.
A diferencia de otros líderes del tráfico de drogas que aún no han sido detenidos, los días de Caro Quintero estarán siempre ligados a la sed de venganza de la poderosa DEA. Pocos se atrevieron a llegar tan lejos como los fundadores del cartel de Guadalajara, el padre de todos los cárteles que nacieron después: Miguel Ángel Félix Gallardo, el cabecilla y único que continúa en prisión; Ernesto Fonseca Carrillo, Don Neto; y él. Cuando eran los líderes indiscutibles del tráfico de drogas hacia EE UU, asesinaron a un agente de la DEA infiltrado en 1985, Kiki Camarena. Y la agencia no perdona que Caro Quintero lograra evitar lo que quedaba de pena.
La deuda pendiente que mantiene por el crimen que le llevó a la cárcel en 1985 le persigue noche y día. La sentencia en su contra consideraba probado que el 7 de febrero de aquel año, cuando Camarena salía del consulado de EE UU en Guadalajara, fue secuestrado por policías y entregado al cártel de Guadalajara. En una finca de la organización, el policía estadounidense fue torturado una y otra vez mientras un médico le mantenía con vida. Cuando su cuerpo fue recuperado, se descubrió que había sido castrado y enterrado vivo.
En 2013 un error en una sentencia lo puso en libertad y antes de que diera tiempo a que la justicia reparara aquel fallo, el capo ya se había escondido. Desde su guarida ofreció una entrevista a la revista Proceso donde afirmaba: “Yo ya no soy un peligro para la sociedad. No quiero saber nada de narcotráfico. Si algo hice mal, ya lo pagué”, señaló tras negar su participación en la muerte de Camarena. Pero según los vecinos de los pueblos de Sinaloa y Sonora, Caro Quintero ha regresado a lo único para lo que los miembros del narcotráfico —y especialmente de esa generación— nacieron: traficar.
Reporteros locales que llevan más de una década cubriendo la fuente más riesgosa para un periodista en este país afirman convencidos que Caro Quintero está ahí, entre los pueblos de la sierra donde se crio, tal y como anunciaba el FBI. Especialmente en la comunidad de la Babunica, en Badiraguato, Sinaloa.
“Hace poco mandamos a unos reporteros justo a esa zona, por un tema que no tenía nada que ver. Y gente de Caro Quintero los cercaron y los regresaron. Todo el mundo sabe que ahí está el señor. Es su refugio, su madriguera”, explica el director de la revista Espejo, Alejandro Sicairos. “Es una efigie, un emblema del narco. Se le ve como el viejón respetuoso que pide permiso, que avisa a los dueños de la plaza, que no quiere conflicto. Es un capo tradicional de la época de los ochentas, conserva ese rostro de benefactor de la región, que trata bien a la gente y a sus esbirros. Al contrario con lo que sucede con otros grupos muy sangrientos, como los hijos de El Chapo, los Chapitos”, agrega Sicairos.
Otro de los periodistas de Culiacán, Martín Durán, explica cómo es posible que pese a que su ubicación es un secreto a voces, no haya sido todavía capturado. “Si siente que le pisan los talones, es capaz de dormir bajo los árboles, ese fue uno de los errores de El Chapo, que quería estar en una casa. Es épico Caro Quintero por su forma nada ostentosa de dirigir las cosas, por eso creemos que ha tenido éxito a no ser detenido”. Los capos de la vieja escuela como él, se han adaptado bien a trabajar sin hacer uso de una tecnología rastreable. Según explican los conocedores de la zona, no dan órdenes por un teléfono móvil, casi todo lo resuelven en persona a través de representantes. Y si se anuncia algún fuerte operativo en su contra, se estrella en la sierra: “Son regiones complicadas, no hay forma de llegar sin enviar helicópteros. Y desde que salen de las bases aéreas de Sinaloa ya les están informando. Los radios se vuelven locos, es casi imposible lanzar un operativo así sin que los alerten, especialmente de día”, agrega el periodista.
Además de Badiraguato, hay otro lugar donde los vecinos han ubicado a Caro Quintero antes que la DEA o el FBI. En el municipio de Caborca (Sonora) asediado desde hace más de un año por la violencia entre cárteles locales, comenzó a sonar su nombre. No era raro, pues los que recuerdan la época de los ochenta, tienen en su imaginario la llegada de la familia de Caro Quintero a este pueblo del desierto sonorense. Cuando ni las calles estaban asfaltadas, una reportera con más de dos décadas de trabajo en la zona, tiene grabada una imagen que todavía no olvida: una limusina rosa. “Caro trajo mucho dinero al pueblo, la gente lo estima mucho a él y a su familia. Muchos se quedaron a vivir acá y es algo conocido que va y viene de Sinaloa a estos rumbos”, señala desde el otro lado del teléfono y prefiere no dar su nombre por motivos de seguridad.
En Caborca, a 100 kilómetros desérticos de la frontera estadounidense y sin apenas control de las autoridades, mantiene otro de sus refugios. Unas narcomantas de hace unos meses señalaban la presencia de pistoleros suyos en esta zona. Y algunos medios locales apuntaban a una pelea por la plaza de algunos que reivindicaban su nombre. La inteligencia mexicana filtró a la prensa local que Caro Quintero trabajaba en coordinación con el cartel de Juárez y su brazo armado, La Línea, para recuperar zonas de Sonora que mientras él estaba en prisión habían sido tomadas por otro cartel, Gente Nueva, una célula de los de Sinaloa. Especialmente los enviados de una de las facciones del poderoso cartel, los hijos de El Chapo, conocidos como Los Chapitos.
Una guerra entre Los Chapitos —herederos del imperio criminal de su padre que se han disputado el control total de la organización con otro de los fundadores, El Mayo Zambada— y bandas locales que resucitan el nombre de Caro Quintero mantienen sitiado el norte de Sonora. Pero mientras que ellos han desatado el terror en la región por sus nuevas formas de amedrentar a sus rivales, mucho más sangrientos, renuentes a pactos ni el más mínimo código de honor, el viejo capo sigue representando la época dorada del narcotráfico. “Tanto él como otros, como El Mayo, se dedican a cuidar a la gente, para que no los olvide, que no se borre su historia. Trabajan para que si un día ya no están, los sigan evocando”, explica Sicairos.
(Con información de Elena Reina / El País)