¿Por qué ocuparse de la muerte de una mujer que no puede estar más lejos de nuestro ánimo?
Longeva monarca de un reino centenario que nos es ajeno en todo —para nosotros, nacidos en una República cuasibananera (por lo menos eso parece), sometidos a los designios de un anciano decrépito y a una panda de simios que han aprobado uno de los peores decretos que cabría imaginar en un país como el nuestro, pronto para la guerra civil a la menor provocación, prestos al acero y el bridón sus hijos, así como al box, la lucha libre y el futbol—, la muerte de la Reina Isabel II constituye por fuerza un referente para el mundo entero y, para nosotros, mexicans curious, un ejemplo a seguir. Permítame, gentil lectora, amable lector, explicar el porqué.
Con 96 años de existencia y 70 de reinado, reseñar la extensa biografía de doña Chabela se antoja difícil; y más —y muy forzado—, intentar trazar un paralelismo entre el reinado de la señora y la historia de México durante el proceloso y movidito Siglo XX. No obstante, visto el arranque de estos párrafos, no puedo dejar de hacer un comparativo y hacer notar la diferencia abismal entre los dos viejitos: el presidente de México y la soberana de la Commomwealth (un asunto político verdaderamente complicado que, en su mejor momento, contaba con 54 miembros dispersos en los cinco continentes, de los cuales, su majestad fue Jefa de Estado en 16 de ellos hasta el día de su muerte).
Vean ustedes, en 1992, Andrés Manuel López Obrador era presidente del PRD en su natal Tabasco, luego de haber renunciado al PRI, su partido de toda la vida. Resulta que, tras las elecciones locales de 1991, AMLO acusó, ¡cómo no!, un fraude electoral masivo y ahí te voy, de inmediato organizó el “Éxodo por la Democracia” (una marcha a pie que comenzó en Villahermosa y terminó en el zócalo capitalino el 11 de enero de 1992), la cual derivó en un acuerdo con el entonces secretario de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios, por el que se anularon las elecciones en algunos municipios de Tabasco (28 de enero de 1992). El gobernador tabasqueño, Salvador Neme, debió renunciar al cargo para ser sustituido por Manuel Gurría; no obstante, luego de sus andanzas, López Obrador abandonó la dirigencia del PRD para irse a apoyar la candidatura de Heberto Castillo como gobernador de Veracruz.
En cambio, para Isabel Alejandra María Windsor, el de 1992 fue un año asqueroso, al punto tal que llegó a tacharlo de “annus horribilis”; ello porque, en pocos meses, se hizo pública la separación de los duques de York, Andrés y Sara Ferguson; la separación de los príncipes de Gales, Carlos y Diana; el divorcio de la princesa Ana con el capitán Mark Phillips y su matrimonio posterior con el comandante Tim Lawrence (el mero 12 de diciembre, Día de la Virgen de Guadalupe). Para colmo, se incendió el castillo de Windsor (la “casa” de la reina, según su dicho), lo que le costó varios millones de libras al tesoro británico por lo que, víctima de una gran presión popular, por primera vez en la historia del Reino Unido, la monarca decidió tributar ante Hacienda; y, poco más tarde, redujo la “lista civil” (subvención que percibían los miembros de la familia real como “gastos de representación”), por lo que, desde entonces, debió hacerse cargo ella misma de los gastos de sus hijos, de su hermana y de su tía, la princesa Ana.
Lo dicho, un año ho rrsi ble. A todo esto, ¿dónde quedó el ejemplo a seguir para los mexicanos? Momento, jóvenes, no se me desesperen.
Como queda dicho, en el 1992, la reina de Inglaterra debió acusar dos separaciones escandalosas, un divorcio turbulento, una boda inesperada y el incendio de su residencia; además, empezó a pagar impuestos y a costear la vida de lujo de la familia real al completo; todo, de cara a la opinión pública y sin despeinarse siquiera. Lo relevante, lo ilustrativo, lo pertinente para el caso de México, es que, a pesar de contar con sesentaiséis años de edad y a cuarenta años de ocupar el trono inglés, la reina aprendió ese año ígneo, lecciones de vida que marcaron su gestión para los próximos treinta, haciéndola más fuerte y coriácea, si cabe. Más digna y más grande, sin duda.
En cambio, en medio de una de las peores crisis (económica, política, social) que la historia nacional recuerda, el actual presidente mexicano permanece impermeable a la crítica, inmune a la valiosa experiencia que reconocer los propios yerros brinda, incapaz de experimentar empatía con los más débiles o necesitados (niños, enfermos de cáncer, víctimas de violencia, mujeres asesinadas), cínico protector de corruptos y violadores en ciernes, necio (aferrado a su visión caduca del mundo), hipócrita, antidemocrático y militarista, Andrés Manuel no ha aprendido nada del mundo ni de sí mismo, treinta años después de sus desfiguros, a sus sesentainueve años de edad y a cuatro de llegar al poder. Ni modo.
Descanse en paz, Chabela la segunda. La última y nos vamos.
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Luis Villegas Montes.