Una reflexión personal.
Descansé. Yo siempre pensé que era un tarado pero resulta de que no; para mi regocijo dice el Adolfo que soy “existencialista”.
Me explico: el asunto empezó con la pregunta esa de “si creo en Dios”; le dije que sí; que sí creía firmemente en la existencia de Dios pero que, con frecuencia me acometen las dudas; que cuando trato de hallarle un sentido racional a esa fe no hallo los rumbos del cómo. Empero, cuando empiezo a leer cosas como las teorías —jaladas de los pelos (por descabelladas)— que pretenden explicar el origen del universo en la nada o escucho alguna de esas declaraciones rotundas del tipo: “Uno no puede probar que Dios no existe, pero la ciencia hace a Dios innecesario”1 me entran unos arrebatos de fe que rayan en el misticismo (con torcida de ojos y toda la cosa).
Pero creo que me estoy adelantando.
Lo propio sería saludar; preguntarle a mi cada vez más menguante cantidad de lectores (¡y cómo no, si duré sus buenos cuarenta días sin escribir!): “¿cómo les va? ¿Qué tal les fue?”.
Lo cierto es que estuve muy ocupado; ya terminé la tesis del doctorado (¡en caridad de Dios!); recomencé con el trámite de los exámenes de grado (tengo pendientes dos); estoy decidido, ahora sí, a publicar mi primera novela (¿sugerencias? —los graciosos que me van a proponer que no la publique mejor absténganse—); y por fin, ¡por fin!, dichosamente entré a dar clases a la Facultad de Derecho de la UACH.
Claro que lo anterior es un modo de decir que, bendito sea el Señor, pero ya estoy de vuelta; y con renovados bríos para seguir escribiendo esto que no sé si es columna, editorial o desahogo semanal.
Como sea, les decía a mis jubilosos lectores —ésos que sí celebrarán mi regreso—, ¡qué me habitaron una paz y un gozo cuando escuché decir al Adolfo que soy “existencialista”!
Lo anterior porque esas dudas que me carcomen el espíritu casi a diario, relativas no sólo a la fe, sino a cualquier multitud de asuntos, me hacían dudar de mi sentido común y la mayoría de las veces me quedaba yo como el Héctor Lechuga en ese sketch de: “no tengo manita, no tengo manita, porque la tengo desconchabadita”; pues vino a decirme el benjamín (que no se llama “benjamín” sino “Adolfo Eduardo” —el nombre de telenovela no me lo debe a mí, que conste—) que no es que yo esté tarugo, sino que en ese ser y pensar constantes que desarrollamos en el devenir de nuestra vida no constituye, necesariamente, un protoestadio de interdicción sino una manifestación de una serie de reflexiones de carácter existencialista; es decir, que se afincan en la noción, primero, de que la existencia antecede a la esencia; segundo, que la realidad, como tal, es un fenómeno previo al pensamiento; y tercero, que la voluntad es anterior a la inteligencia; centrándose, los filósofos de esta corriente de pensamiento, en el análisis de la libertad, la responsabilidad y la condición humanas (si digo alguna barbaridad vayan y reclámenle al Adolfo que fue el que me explicó esas cosas).
Como sea, el asunto es este —otra vez Adolfo dixit—: resulta que para los existencialistas cambiar de pensamiento es como cambiar de calzones y hay más corrientes existencialistas que estrellas en el firmamento; de ahí que cuando yo llegué ante su presencia con mi mísero bagaje intelectual y mi costal de dudas, él, generosamente, dijo aquello de que no es que estuviera yo idiota… sino que soy existencialista. Y pues ando yo muy contento, y con todo el ánimo para empezar este 2020 en el mes de febrero, pues, total, para empezar nunca es demasiado tarde y es posible que a mis 53 abriles todavía tenga yo remedio.
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Luis Villegas Montes.
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1 Artículo de la BBC titulado: “El Dios ‘innecesario’: por qué Stephen Hawking no creía que el universo hubiera sido creado por un ser superior”, publicado el 17 marzo de 2018.