El país está vacío.
Lo han vaciado.
El 2018 podría ser el último llamado para hacer de México un lugar donde pudieran relanzarse una serie de valores necesarios para reivindicar la vida pública y, a partir de ahí, la vida institucional.
Ciertamente quienes votaron por AMLO se engañaron a sí mismos. ¿Por qué? No lo sé, sólo sé que fue así. Al día de hoy, nadie que tenga dos dedos de frente y haya creído en sus promesas de campaña, puede apoyar los grotescos desfiguros que exhibe cada mañana.
De la bufonería a la baladronada, de la ignorancia a la incontinencia verbal, de la franca mentira al autoengaño, Andrés Manuel se precipita en una vorágine que parece no tener fin y de la que solo se atisba la posibilidad de un porvenir aterrador: plantearse con toda seriedad la exigencia de controlar al país entero bajo ese engendro cuyas siglas sirven para cobijar cualquier cosa: MORENA.
Ni salud, ni educación, ni desarrollo, ni seguridad, ni justicia, considerados en sí mismos, sirven para articular su discurso diario —del que ya reconoció, públicamente, que se trata de meras ocurrencias—;[1] en cambio, todo sirve de pretexto para legitimar cualquier exceso tendente a convertirlo en dueño del país y su futuro.
Prueba de ello es cómo magnifica las declaraciones sesgadas y parciales de un delincuente confeso. En un ataque de demencia senil (no hay otro modo de entenderlo) afirmó que México podría erigirse en “ejemplo mundial” si se hace justicia y se va a fondo en los casos de Lozoya y García Luna: “sin venganzas”, ni “juicios sumarios”, ni castigos “sin pruebas”.[2] Olvida el vejete el juicio de Nuremberg, el de Menen; los seguidos a Fujimori, a Nixon, a Galtieri, a Toledo; los de Alan García, Dilma Rousseff, Lula da Silva, Álvaro Uribe o Ricardo Martinelli, entre otros muchos.
Sin duda, AMLO padece de un trastorno mental conocido como “Síndrome de Hubris”,[3] el cual se caracteriza por la forma mesiánica de exponer los resultados de la propia gestión de gobierno (“vamos requetebién”[4]), la tendencia a identificarse con la nación (“yo ya no me pertenezco”[5]); la propensión a ejercer el poder y buscar la gloria personal, en vez de entender que el país es un lugar con problemas que necesitan ser resueltos en vez de sentirlos como ataques personales (“nadie había sido tan atacado en 100 años”[6]), tendencia a emprender acciones que engrandezcan su imagen (“4.ª Transformación”, “Tren Maya”, “Santa Lucía”, “Dos Bocas”, etc.), desmedida autosuficiencia que lo lleva a desdeñar consejos y críticas (renuncias de Javier Jiménez Espriú, Carlos Urzúa, Josefa González-Blanco, Germán Martínez, etc.), pérdida de contacto con la realidad (la curva de la pandemia se ha aplanado y vuelto a aplanar y sin embargo van ya más de 60 mil muertos[7]); sólo por destacar los más visibles e innegables.
Hace casi cuarenta años, el célebre escritor Milan Kundera escribió: “La agresividad de la fuerza es perfectamente desinteresada; inmotivada; sólo quiere su querer; es absolutamente irracional”.[8] Ese es el espectáculo que los mexicanos contemplamos todos los días: un AMLO, atacado por el Hubris, ya no tiene claro qué es la urbe ni qué el orbe y, sin embargo, no deja de mamar.
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Luis Villegas Montes.