Dios creó los cielos y la tierra y luego dijo: “Hágase la luz y se hizo la luz”. Es decir, Dios creó la luz con la palabra. Luego, se preguntaría Juan, ¿qué acompañamiento tiene la luz con las tinieblas? Pero sigamos con el Génesis, Dios hizo al hombre también con la palabra: “Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos, en las bestias, en toda la tierra, y en todo animal que se arrastra sobre la tierra”.[1]
La palabra crea, la palabra transforma, la palabra establece, la palabra instituye. Desde el principio de los tiempos, la palabra nos distingue de los animales porque con la palabra asimos, o intentamos asir, el cosmos. La palabra nos acerca al espíritu porque lo que es propio del espíritu, de la voluntad o de la inteligencia, hasta que no se vuelve ser —entidad corpórea—, hasta que no deja de ser idea, se expresa con palabras: amor, lealtad, amistad, valor, respeto; o maldad, traición, cobardía, deslealtad.
Entendido el ser humano como ser gregario por naturaleza, empero con una visión singular de esa forma particular del ser colectivo: el quehacer político, desde la antigua Grecia sus habitantes reconocían, y distinguían, entre el ciudadano y el idiotés, esto es, de aquel que decidía no participar en los asuntos públicos atento solo a sus negocios privados. Pericles se lamentaba de los idiotas, esos indiferentes a lo que era propio de todos. Dice Pericles (Tucídides, en realidad), en su célebre discurso fúnebre respecto al código no escrito, aquél que no se ha plasmado en la ley: “Contra este temor está nuestra principal salvaguarda, enseñándonos a obedecer a los magistrados y a las leyes, particularmente las relativas a la protección de los agraviados, ya sea que estén en el estatuto o pertenezcan a ese código que, aunque no escrito, no puede ser […] roto sin vergüenza reconocida”.
Pues bien, la comunidad, la sociedad organizada, se crea y desenvuelve merced a la palabra empeñada. Con el acuerdo, en la suma de dos o más voluntades, con la conformidad, se sientan las bases de la vida en común. No con la ley, sino con aquello que es anterior a la ley: la inteligencia y la voluntad, unidas a otras. En ese sentido, en realidad, como decía Ortega y Gasset, el derecho no es más que una ortopedia, un remedio para componer lo que está roto; si el ser humano actuara siempre conforme a su palabra, no habría necesidad de apéndices que nos mostraran qué hacer o qué no hacer, bastaría hacerse cargo hasta sus últimas consecuencias del compromiso contraído. Por eso digo que la palabra distingue al hombre de las bestias.
Una palabra, una sola, puede mover al mundo. Cuando las personas se comprometen a hacer o dejar de hacer algo, “construyen” una realidad alterna y posible que hace que el otro, u otros, entren también en ese juego de la transformación donde todos colaboran entre sí para erigir, o destruir, aquello que convinieron.
Quien honra su palabra se honra a sí mismo, primero; segundo, honra a los demás; y, tercero, pone orden en el mundo. Por el contrario, quien la viola, es un pobre diablo, un ladrón vulgar o una ladrona, un traidor o una traidora, un caco o una… o, como diría Aristóteles, un subhumano; sustrae indebidamente un elemento de esa noción llamada “bien común”, tan cara a Santo Tomás; quien, por otro lado, escribió que si bien el juez es para los hombres como el derecho viviente, “el derecho viviente es mejor que el derecho sin vida de las leyes”.[2]
Quien quebranta su palabra, con ese simple acto, nimio, pareciera, fútil o intrascendente, según sea la gravedad o relevancia del compromiso estipulado, destruye la porción de mundo que se había comprometido a instaurar, se destruye a sí mismo y nos destruye a todos. Es un idiotés, en suma; un idiota o una idiota, a secas.
Contácteme a través de mi correo electrónico o sígame en los medios que gentilmente me publican, en Facebook o también en mi blog: http://unareflexionpersonal.wordpress.com/
Luis Villegas Montes.
[email protected], [email protected]
[1] Génesis 1.26.
[2] De la Ley Humana, cuestión 95.