‘No le crean, está diciendo la verdad…’
Desde que la mitología griega daba explicaciones para entender la “relación” entre dioses y hombres, los primeros se dieron cuenta de una serie de síntomas que los humanos empezaron a padecer cuando gozaban del poder, lo que generó el término de síndrome de hubris para referirse a los hombres por su adicción al poder. Hubris se entiende como desmesura, contrario a la sobriedad y entregados a los excesos, que los convierte en seres arrogantes, egocéntricos y se creen semidioses.
Ese reto a los dioses llevó a Eurípides a afirmar que “aquel a quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco”. Aquellos que se sientan dioses recibirán el castigo, antes de morir, de enloquecerlos.
Nicolás Maquiavelo, desde la época del Renacimiento, había sido muy claro en su radiografía cruda y descarnada al afirmar que los seres humanos son de grandes pasiones, pero la principal pasión es la ambición por el poder.
Y esa ambición enloquece, hace perder la mesura. “El síndrome de hubris no es una enfermedad1, sino que se considera más bien un subtipo del trastorno narcisista de la personalidad que desarrollan grandes políticos o demás personas poderosas. Son mandatarios con inclinación a la grandiosidad, con aspiraciones casi mesiánicas y con una intensa incapacidad para escuchar. Muy relacionada se encuentra la obsesión de la autoimagen que, a la larga, genera una desconexión con la realidad”.
A la hubris también se le conoce como hybris y a veces se define como la enfermedad del poder o de los poderosos que se transforman en otros seres en cuanto detentan el poder. Son aquellos “que se marean en cuanto se suben a un ladrillo”, “o que se les suben los humos”. De otros se dice que “se emborrachan de poder…” y de la noche a la mañana, se les detona el ego, la soberbia y ve a los demás como súbditos, no compañeros, amigos o ciudadanos.
Al trastorno o síndrome de hubris, los psiquiatras ya lo reconocen como efectos mentales del poder y destacan, entre algunos de sus síntomas, el tener un enfoque personal exagerado al comentar asuntos corrientes; confianza exagerada en sí mismo, imprudencia e impulsividad; sentimiento de superioridad sobre los demás. También son de la idea que el rival debe ser vencido a cualquier precio, muestran desprecio por consejos de quienes lo rodean, hay un alejamiento progresivo de la realidad y la pérdida del mando o de la popularidad termina en la desolación, la rabia y el rencor.
El narcisismo digital forjado en las redes sociales ha disparado en torno a las selfies un sentimiento de hubris que pretende empoderarse en base a lisonjas y halagos alimentando el ego.
Carlos Derpic[1] sostiene que quienes padecen el síndrome de hubris son personas que se caracterizan por su comportamiento soberbio y arrogante, asentado en el poder que ostentan (que creen eterno) y que los lleva a considerarse mesías, salvadores de la humanidad, de los pobres, de los indígenas del mundo y se sienten capaces de realizar tareas titánicas.
Por eso, desde los antiguos griegos veían en la hybris un comportamiento deshonroso y digno de censura, por lo tanto, la divinidad fulminaba con sus rayos a los que tenían ese comportamiento. Siglos, varios siglos después, esa conducta deshonrosa y soberbia sigue dominando por la adicción al poder, a tener más poder, a trascender a través del poder y por sobre los demás.
El libro de David Owen[2] es un clásico para conocer esa desviación humana, desde su condición de médico neurólogo y luego político, señala que entre las presiones y la responsabilidad que conlleva el poder termina afectando a la mente, pues llega un momento en que quienes liderean dejan de escuchar, se vuelven imprudentes y toman decisiones por su cuenta, sin consultar, porque piensan que solo sus ideas son correctas.
Según este neurólogo, las fases del síndrome de hubris son varias: primero empiezan con dudas después de ser nombrados para ocupar un cargo, y por lo general no se sienten totalmente seguros de sus movimientos, los asaltan dudas de sus decisiones y en principio actúan con prudencia.
Al empezar a salir bien las cosas viene la autoconfianza, y al ver con éxito sus acciones se sienten muy buenos, que todo les sale bien y por lo tanto son merecedores de ese cargo que empiezan a sentir que la silla o el cargo les quedó pequeños.
Cuando están en pleno éxito, saltan de todas partes los aduladores, oportunistas y arribistas que para congraciarse les dirán maravillas de su persona, de su atuendo, sus discursos y que todos lo quieren. Le van creando una burbuja que la cierran para que otras personas no tengan acceso ni conozca otra realidad salvo las que los empalagosos les digan. Ahí empieza la vereda del endiosamiento, les van quemando incienso y cantando loas.
Con el resultado de esos halagos desbordados, injustificados o exagerados da el brinco a la fase siguiente que es la arrogancia donde ya se sienten indispensables y no pueden entender cómo sin ellos podía sobrevivir un país o una empresa. Asumen que cualquier decisión tomada es la correcta, por el simple hecho de que es de ellos. Si alguien lo contradice o se opone a ocurrencias o caprichos de poder hacer lo que sea como si fueran dueño de un país, es arrojado al mundo de los mortales.
En esas condiciones, la soberbia atrapa al “poderoso” y lo convierte en megalómano sintiéndose infalible y perfecto en todas sus acciones y decisiones, que levitan por encima del piso y creen que disfrutan del poder por siempre y para siempre. Al estar en esas condiciones, si alguien no está de acuerdo o lo critican la explicación será que le tienen envidia y por lo tanto esa es la causa de inconformidades. Aparece una paranoia, y cualquier que no piense igual será considerado como enemigo personal o adversario.
Y Owen concluye en su estudio con la última fase que llama caída en desgracia que en el caso de los políticos se concreta en el proceso electoral, en el fin de un periodo o en el despido de la empresa donde trabajaba. En cualquiera de los casos, no entienden por qué han sido desposeídos de sus cargos y en ocasiones, la nueva situación desemboca en un cuadro depresivo.
Eso nos lleva a comprender el paso, casi automático, del síndrome de hubris a la desmesura, a la posibilidad de enloquecer de poder por sentir que muchas personas están en su puño y que, como toda adicción, cada vez se requiere una dosis mayor. Cuando se llega a ese nivel, podemos estar ante un caso delicado de autoritarismo o totalitarismo donde queremos que todo suceda cómo deseamos, que todos piensen igual que nosotros y por supuesto, que nos obedezcan, con lo que entra en riesgo la democracia de un país.
¿Cómo mueren las democracias?, se preguntan en un libro los profesores Levitsky y Ziblatt[3] y la respuesta es que no son golpes de estado violentos y los regímenes fascistas y comunistas, conocidos durante la Segunda Guerra Mundial, que prácticamente han desaparecido. “Los golpes militares y otras usurpaciones del poder por medios violentos son pocos frecuentes. En la mayoría de los países se celebran elecciones con regularidad. Y aunque las democracias siguen fracasando, lo hacen de otras formas. Desde el final desde la Guerra Fría, la mayoría de las quiebras democráticas no las han provocado generales y soldados, sino los propios gobiernos electos. Como Chávez en Venezuela, dirigentes elegidos por la población han subvertido las instituciones democráticas en Georgia, Hungría, Nicaragua, Perú, Filipinas, Polonia, Rusia, Sri Lanka, Turquía y Ucrania. En la actualidad, el retroceso democrático empieza en las urnas. Los autócratas electos mantienen una apariencia de democracia, a la que van destripando hasta despojarla de contenido”.
Otra forma de acabar con la democracia es con una polarización extrema, confrontando a los mismos sectores de la sociedad.
En La muerte de la democracia[4], dice el autor que Hitler en su libro Mi Lucha “aborda su falta de franqueza con notable franqueza. Cuanto menos honesto sea un mensaje político, escribió Hitler, mejor. Los políticos se equivocan cuando dicen mentiras pequeñas e insignificantes. La pequeña mentira puede descubrirse fácilmente, y luego la credibilidad del político se arruina”. También sostenía que “la gente de la masa es perezosa y cobarde” porque “para hundirse en la mente de la persona promedio, un mensaje tenía que ser simple. Tenía que ser emocional -el odio funcionaba bien-, no intelectual. Y tenía que repetirse sin cesar”.
La hubris sigue estando en el actuar de muchos actores políticos. La desmesura y la arrogancia que cuando se suben a un ladrillo, se sienten superiores a los demás, ven como Dios a las hormigas y se marean de poder.
[1] DERPIC, Carlos (2023) La hybris (hubris) y nuestro futuro, https://www.brujuladigital.net/opinion/la-hybris-hubris-y-nuestro-futuro
[2] OWEN, David (2010) En el poder y en la enfermedad. Enfermedades de jefes de Estado y de Gobierno en los últimos cien años, Ed. Siruela, España
[3] LEVITSKY, Steven y Daniel Ziblatt (2018) Cómo mueren las democracias, editorial Ariel, México
[4] CARTER, Benjamin (2021) La muerte de la democracia, editorial Paidós, México