El pasado sábado había hecho yo el formal compromiso con Luis Abraham de ir a San Judas. Ignoro qué deudas tendrá pendientes mi retoño mayor con la justicia Tadeana, pero me apunté a ir básicamente porque el asunto ese de la relación de Dios nuestro señor con el suscrito, está pautado de altibajos e incertidumbre.
Cada vez que me planteo el tema, no puedo evitar recordar la campaña de la Cruz Roja, ésa que decía: “nadie es tan pobre que no pueda dar ni tan rico que no pueda necesitarla”; así yo, tengo tanto que agradecer a la Providencia y salí tan díscolo, que no sé muy bien si el crédito de benignidad que me reportó El Camino de Santiago ya se agotó o no y ahorita estoy otra vez en el buró de crédito celestial. Así que por si las moscas, ahí voy… o mejor dicho: ahí iba, porque siempre no fui. No fui porque otros deberes demandaron mi oronda presencia.
Resulta que hace unos añitos (más o menos ocho o nueve) cursé y concluí un doctorado en administración pública en el Instituto Internacional del Derecho y del Estado (IIDE), escribí la tesis de grado correspondiente y empezó un estira y afloja entre mis ocupaciones cotidianas, las responsabilidades académicas, un arranque creativo y el perverso gusanito de la desidia.
En el ínter, atendí las labores de la Séptima Sala Civil; coordiné los esfuerzos institucionales tendentes a implementar la reforma laboral en el Estado de Chihuahua; cursé un doctorado en Derecho Judicial en el Instituto de Formación Judicial (INFORAJ); escribí una tesis con la que obtuve el grado (pendiente de ser publicada); concluí una especialidad en mediación (estoy esperando la convocatoria para certificarme); terminé un máster en literatura creativa por la Universidad de Salamanca (en unos meses recibo el título); escribí y publiqué una novela; despaché desde la Comisión de Administración del Consejo de la Judicatura del Poder Judicial; impartí clases vespertinas en la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Chihuahua (UACH) —jubilosamente ya voy por el tercer año—; y recién empecé mi cuarta maestría —esta vez en derecho laboral— también en el INFORAJ. Lo que aclaro porque no va a faltar el mentecate que diga que me tardé seis o siete años en titularme.
Pues este sábado, ya por fin, presenté el examen de grado para obtener mi segundo doctorado. No sé si estoy salado o estoy bendito. Me explico: salado, porque no es la primera vez que me ocurre que titularme resulte un auténtico Calvario. La primera vez fue en esa misma Facultad de Derecho que hoy me acoge. En ese entonces, si no es por la maestra Rosa María Gutiérrez Pimienta, no me habría titulado. Maestra, no recuerdo haber hecho público, antes, este eterno agradecimiento: gracias, gracias, gracias. Sin usted y sus buenos oficios, simplemente no habría sido posible.
Pues esta otra titulación también ocurrió merced a la diligencia y buena voluntad, primero, del doctor Paco Acosta, amigo y colega en el Consejo de la Judicatura; Paco, gracias, de veras. En segundo lugar, gracias al también doctor Rafael Ponce de León, quien fue pieza clave para coronar con éxito este esfuerzo, sin usted, señor, no habría podido prosperar mi pretensión de obtener el grado; en tercer lugar, pero no en último, gracias al doctor José Caín Lara, amigo de toda la vida (nuestra biografía compartida se remonta a los años de juventud en esa Facultad que ha sido casa, templo y refugio, además de escuela).
…
Esos puntos suspensivos obedecen a que me quedé pensando.
Definitivamente sí estoy bendito. Si no fuera porque cuando canto se oye muy parecido a una foca en labor de parto, me arrancaría a voz en cuello con aquella célebre canción de Violeta Parra: “Gracias a la Vida”.
Ni modo, toca San Judas; y no me apuren porque, en una de esas, me arranco de ida y vuelta. Luis Abraham, estás advertido.
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