Ando con el ánimo desinflado. Como se preguntaría la malograda Lucha Villa en alguna ocasión: “¿Por qué? ¡Ay! ¡No sé!”; pero es así; ando medio achicopalado. Ignoro si son cosas de la edad, de la genética, de las circunstancias, de las condiciones políticas del país, de mis rodillas crujientes, empero algo ocurre conmigo que me hace verlo casi todo en color sepia.
En esas estamos y viene el 19 de junio a festejarse el “Día del Padre” y, con ello, se me amontonan los recuerdos y algo muy parecido a la nostalgia se me instala en el pecho.
Los “Días del Padre” eran una fecha singular; largo y confuso de explicar, me quedo con los detalles para mí, solo diré que merced a Luis Abraham (mi hijo el soldado, porque es mi hijo el mayor) empezaron a cobrar sentido. Y aunque en general, ese tipo de festejos me parecen una memez, lo cierto es que en el fondo, muy en el fondo, gozaba de ese significativo reconocimiento mínimo.
La gente que va por la vida volviéndose loca porque cumplió años, porque es el Día del Albañil, de la Marmota, del Jugador de Ping Pong, del Velociraptor, etc., me dan poquita flojera; llenar sus huecas vidas con globos, refrescos, rebanadas de pastel, pitos y flautas, me parece un auténtico desperdicio de tiempo, dinero y unicel. Sí, cierto, soy medio amargocito, sin embargo, la vida tendría que ser plena a partir de cosas significantes; y las cosas importantes, en su mayor parte, son experiencias íntimas.
Salvo esas dos o tres fechas, no más, que valen por sí mismas.
Con el cuento que hay gente que pugna porque haya desde un “Día del Caballo” al “Día Mundial del Huevo” (es verdad), pasando por el increíble “Día Mundial del Retrete” (al inodoro lo festejamos el 19 de noviembre), creo que tanta celebración idiota lo único que consigue es eclipsar al resto, minimizándolo. Por eso, para mí, hay dos o tres fechas, no más: Navidad, Año Nuevo, Pascuas, Día de la Madre… y sí, Día del Padre. Lo demás, nah, es una pérdida de tiempo.
Entonces, en trance de cumplir 56 años, sin hijos a la vista (bañista) —Luis estará estudiando o andará en su propia celebración (María me llamó por teléfono a una hora criminal, las 8 am, y Adolfo, ¡ay!, ese no se acuerda del día en que vive)—, me llegó este día del padre que me parece un poco inútil, un poco sin sentido.
Luego, salvadora, llegó la idea de que no, no necesito que mis hijos estén aquí para sentirme padre (literal y metafóricamente hablando). Basta, por una parte, la satisfacción del deber cumplido; por otra, que no importan ni el día ni la fecha para ser, durante trescientos sesenta y cinco días, las veinticuatro horas, el padre de tres personas maravillosas.
En efecto, uno no es padre por esa relación biológica que se establece entre dos personas a partir de un vínculo genético, no; uno es padre porque se esfuerza todos los días (los trescientos sesenta y cinco del año, las veinticuatro horas), porque sus hijos estén bien. Quizá no se ve, no se note que se trata de una lucha diaria (las mamás son mucho mejores en eso), contra el reloj, contra la fatiga, contra la adversidad, contra los sinsabores cotidianos, pero los papás estamos ahí. Por lo demás, entiéndase ese “estar bien” no solo como que vivan bajo techo, coman calientito y vistan con dignidad, no señor.
“Estar bien” es esperar a que les crezcan las alas, grandes y fuertes, que los apartarán de nuestro lado; “estar bien” es mantenerles el alma entera y el corazón en su sitio; “estar bien” es que estén listos para comerse sin ayuda el mundo. Eso hasta qué decidan de qué lado masca la iguana y emprendan su propio camino.
Por eso, un día después, una semana después (no importa), felicidades a todos esos papás que conozco y que sé, porque me consta, que son padres maravillosos en su dedicación, en su entrega, en su disposición, en su entereza, en su generosidad, en su compromiso, con sus retoños y retoñas. No digo nombres porque corro el riesgo de dejar un buen montón fuera. Pero ellos, sin duda, saben quiénes son y con eso basta.
Un abrazo a todos y feliz día del padre; feliz semana, feliz mes, feliz año, feliz vida. Porque este, señores, es un asunto de vida y suerte.
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Luis Villegas Montes.