Una reflexión personal.
Regreso a la crítica puntual a los excesos y abusos del Senado de la República en su labor.
En la segunda entrega de esta serie —además de cuestionar acremente el desempeño del atajo de pollinos y achichincles (y achichinclas) que redactó el bodrio de Código que nos ocupa— señalé: “En resumen, de lo dicho hasta aquí, tenemos que la soberanía es única e indivisible, que las entidades federativas (estados y la Cd. de México) no son soberanos, que tampoco lo son los poderes de la Unión, que existe una nítida y clara división de competencias entre la Federación y las entidades, que ninguno de ambos órdenes de autoridad puede transgredir este mandato y que lo que se establezca en contra de esta serie de principios es inválido”.
La reforma constitucional que inspiró la expedición del Código que nos ocupa, se operó en el artículo 73, fracción XXX, de la Constitución federal, que establece la facultad del Congreso de la Unión para “expedir la legislación única en materia procesal civil y familiar, así como sobre extinción de dominio en los términos del artículo 22 de esta Constitución”. Esta fracción fue adicionada mediante decreto publicado en el Diario Oficial de la Federación el 15 de septiembre de 2017, cuyo artículo quinto transitorio establece en su primera parte: “La legislación procesal civil y familiar de la Federación y de las entidades federativas continuará vigente hasta en tanto entre en vigor la legislación a que se refiere la fracción XXX del artículo 73 constitucional, adicionada mediante el presente Decreto, y de conformidad con el régimen transitorio que la misma prevea”.[1]
Esta previsión es correcta, el Constituyente Permanente, en uso de sus atribuciones —y como órgano creador—, determina la vigencia de los códigos procesales en materia civil y familiar hasta en tanto entre en vigor la legislación a que se refiere la mencionada fracción XXX del artículo 73, de ahí que no fuera necesaria ninguna mención ulterior; sin embargo, el artículo tercero transitorio del decreto que expidió el bodrio, señala textualmente que: “De conformidad con el Artículo Segundo de las Disposiciones Transitorias de este Decreto, se abrogan el Código Federal de Procedimientos Civiles, así como la legislación procesal civil y familiar de las Entidades Federativas”.[2]
Es decir, ni el Congreso de la Unión, y mucho menos la Cámara de Senadores, tiene facultades para abrogar la legislación procesal civil y familiar de las entidades federativas, pues rebasa el ámbito de su competencia. Así es, en nada abona a la inseguridad en que vive sumido el país, el ataque franco, directo, al Estado de Derecho. Como ya vimos, el régimen federal implica la coexistencia de instituciones diversas (gobiernos central y de los estados, leyes federales y locales, etc.);[3] y la tensión que generan fuerzas opuestas: una central, unificadora de lo disperso; y otra centrífuga, o descentralizadora.[4] En este punto, es preciso sostener, sin resabios de duda, que las entidades de la República no pueden verse vulneradas por determinaciones provenientes de ningún órgano o nivel de autoridad más allá de lo estrictamente establecido en la propia Constitución. Afirmar otra cosa es subvertir el sistema federal consagrado en su artículo 40 y aplicar de manera defectuosa el mandato contenido en el artículo 124.[5]
En este orden de ideas, ni el Presidente de la República, ni el Senado, ni la Suprema Corte de Justicia de la Nación, ni el Congreso de la Unión, ninguno de estos poderes están facultados para imponerle al Estado mexicano obligaciones en cualquier materia: “Esta afirmación es propia de los estados totalitarios y que carecen de los principios básicos de todo Estado Constitucional. […] La realidad, es que la totalidad de los poderes públicos del Estado mexicano (Federación, estados, gobierno del Distrito Federal (SIC), y gobierno municipal), son poderes constituidos por la Constitución. En este sentido, ningún Poder constituido puede imponerle ninguna obligación al Estado mexicano […] sino que es precisamente al revés: La Constitución Federal le impone a los poderes constituidos del Estado mexicano una serie de obligaciones y les otorga una serie de competencias constitucionales”.[6]
Pensar de otro modo, que el Senado por sí solo, o ambas cámaras, reunidas, pueden erigirse en un órgano legislativo singular —de naturaleza semejante a la del Constituyente Permanente— e imponer a las entidades federadas obligaciones que la propia Constitución no prevé o que incluso les reserva de manera exclusiva, constituye un despropósito, una ilegalidad brutal, manifiesta.
En síntesis, esa tendencia del Poder Legislativo ordinario, particularmente del Senado de la República, repugna incluso al sentido común o a la razón, pues lejos de asistir a un procedimiento de reformas producto de una evolución natural del desarrollo económico, intelectual, político y social del país, se asiste a la adopción de un modelo impropio, sustentado en quién sabe qué experiencias históricas o alimentado por sólo Dios sabe qué propósitos y se olvida lo fundamental, que la adecuación entre la realidad y el texto constitucional debe ser producto de un proceso lento, demorado, inteligente, orientado por la razón y la experiencia propias: “la vida real evoluciona y las constituciones deben adaptarse a ella”.[7] Así es, las constituciones deben adaptarse a la realidad social y no a la inversa, pues de lo contrario se corre el riesgo de tener meras construcciones formales carentes de auténtica significación y llegar así a lo que Loewenstein llamaba “constituciones semánticas”,[8] sin valor ni eficacia en la vida real.
De la traición sistemática a su razón de ser de los dizque senadores chihuahuenses (panda de mentecatos e ignorantes) me ocuparé en la próxima entrega.
Continuará…
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Luis Villegas Montes.