En uno de sus apartados, la exposición de motivos contenida en el correspondiente dictamen señala la necesidad exacta que motiva la expedición del Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares: “El Estado Mexicano está integrado por 32 entidades federativas, libres y soberanas en todo lo concerniente a su régimen interior y que previo a la reforma constitucional de fecha 15 de septiembre de 2017, se encontraban facultadas para expedir la legislación procesal para dirimir las controversias del orden civil y familiar […] Sin embargo, la diversidad de normas procesales que hoy en día se encuentran vigentes a lo largo y ancho del país, denota una disparidad entre las reglas, plazos, términos, criterios, instituciones procesales y sentencias, a veces contradictorias entre sí, con relación a un mismo tipo de procedimiento o conflicto […]”,[1] refiere.
Más allá de la torpeza evidente de hacerse eco de esa tontería que la Constitución general de la República consigna, en el sentido de que las entidades de la República son soberanas (porque no lo son), el proyecto de Código que nos ocupa debe ser revisado a fondo. Es verdad que expedir un Código de su tipo constituye un gran acierto, porque urgía, empero como ya dije, también lo es que deben purgarse los vicios y yerros que contiene.
Es evidente que sus iniciadores, redactores, asesores y cómplices —toda laya de colaboradores se empeñó en la hechura del engendro, algunos de ellos verdaderos asnos y acémilas (todo sea para respetar el género)— no tenían, ni tienen, la menor idea de los fundamentos constitucionales que hoy por hoy rigen al Estado mexicano; e incluso carecen de conocimientos suficientes para redactar en forma correcta algunos artículos o párrafos, sobre todo y con especial énfasis, aquellos que no han sido consagrados por la legislación, la doctrina o la jurisprudencia. En lo novedoso, casi sin excepción, se equivocan una y otra vez, cubriéndose de ridículo a sí mismos y a su obra.
Dicho de otra forma, durante largos seis años (de 2017 a 2023), la comitiva de jumentos hizo supuestamente su mejor esfuerzo y ni el amontonamiento de burros (y burras) fue bastante para manufacturar un producto digno del esfuerzo requerido y la importancia del proyecto en ciernes; o dicho de otra forma, como diría mi abuelita Esther en relación con causas menos meritorias, salieron con su batea de babas.
Antes de destacar el que quizá constituye uno de sus peores desaciertos, pues refleja una ignorancia supina y un manifiesto desprecio por el federalismo que, se supone, los senadores deberían honrar y proteger, es preciso realizar algunos apuntes previos: La Constitución federal en su artículo 41, consigna que el pueblo ejerce su soberanía por medio de los poderes de la Unión, en los casos de la competencia de éstos, y por los de los estados, en lo tocante a su régimen interior. Lo anterior es un disparate, porque resulta incuestionable que ninguno de los poderes creados por la Carta Magna puede, aun y cuando así lo disponga de manera expresa el texto constitucional, ejercer la soberanía que, en principio, está depositada en el pueblo de México[2] y solo en él, ello porque los poderes de los distintos órdenes de gobierno son meros entes creados ex profeso, con facultades delimitadas con precisión merced a la propia Constitución y a la ley.
La primera encomienda de cualquier Constitución del tipo de la nuestra, rígida, es crear los poderes públicos; y en segundo lugar, dotar a éstos de las facultades necesarias para cumplir con su cometido; ese acto es, en definitiva, un acto de limitación y acotamiento: “Una vez terminada dicha obra cuyo producto es la Constitución, el poder constituyente cesa y surgen los poderes constituidos que sustentan su actuación en su previsión constitucional. Surge, así, la separación nítida entre poder constituyente y poderes constituidos o instituidos por la Constitución y subordinados a la misma”.[3]
Más aun, como bien llegó a sostener don Manuel Herrera y Lasso, la única razón de ser de la actividad constitucional es refrenar a la autoridad: “La Constitución y el espíritu que la anima son barrera real opuesta a la arbitrariedad, al despotismo y a los excesos del Poder, y solución adecuada del problema vital de las relaciones entre gobernantes y gobernados”.[4]
Continuará…
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[1] Énfasis añadido.
[2] “Artículo 39. La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.
[3] NOGUEIRA ALCALÁ, Humberto. “Consideraciones sobre poder constituyente y reforma de la constitución en la teoría y la práctica constitucional” en revista Ius et Praxis, vol. 15, número 1, Talca, 2009, Chile, pp. 229-262, p. 231.
[4] HERRERA Y LASSO, Manuel. Estudios Constitucionales, segunda Serie, 2.ª edición, Jus, México, 1990, p. 18.
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