Mi mamá falleció el domingo 1. º de noviembre a las 2.30 de la madrugada. El viernes, a las 4 de la mañana, nos avisaron que estaba muy malita y ahí vamos: Patty, su hijo menor y yo; la llevamos al hospital y ya no salió de ahí. Por la tarde-noche, nos dijeron que era COVID. En ese momento ocurrieron varias cosas; la primera, la más evidente, es que supimos que debíamos encerrarnos pues podíamos habernos contagiado; la segunda, que era cuestión de tiempo que nos avisaran que mi mamá se había ido.
El domingo, a las dos y media de la mañana, como queda dicho, me habló “Noelito” (que de “Noelito” ya no tiene ni madres porque es un médico de treinta y tantos años) para decirme que mi mamá acababa de fallecer.
Quisiera escribir.
Quisiera poder decir algo, pero no puedo. Tal vez porque la muerte es un asunto sin palabras o, mejor dicho, porque en ese asunto de la muerte todas las palabras sobran o simplemente no bastan.
Así las cosas, solo me queda repetirme: hace dos años escribí, entre otras cosas, que mi madre estaría en contra de estas líneas —con la diferencia de que ahora no podrá quejarse ni reprochármelo—; y que por esas fechas me había dado tremendo susto, lo que me llevó a preguntarme: “¿y ahora?”.[1]
Ya estamos ahí.
Pues bien, ayer, mamá, maduré otro poco; ayer aprendí algo más de mí. Recordé que te escribí que en “ese páramo de inhóspitas certezas” venías tú a dar al traste con todo porque, resultaba, mamá, que ese día me di cuenta que eras “la persona más importante en mi vida”; y todavía te aclaré: no a quien quiero más porque no es cierto, pero sí, definitivamente “la persona más importante en mi vida y no quise esperarme al 10 de mayo para decírtelo”. ¡Qué bueno, mamá, que no me esperé al próximo 10 de mayo! ¡Qué bueno que no dejé pasar un solo día! ¡Qué no me esperé a Navidad, ni a tu cumpleaños, ni a la primavera, ni a ninguna otra fecha “memorable”! ¡Qué bueno que la antepenúltima vez que te vi te llevé una torta de lomo con jamón y queso y aguacate! (y la semana anterior, ¡taquitos de carne asada!). Escribo la antepenúltima vez, porque la penúltima fue cuando te sacamos, el viernes, de la silla de ruedas para montarte en el carro de Noelito; y la última, cuando detrás de una puerta de cristal y un plástico espeso, me mostraron tu rostro amortajado y te di el último adiós sin poder tocarte ni despedirme como quería.
Hace dos años, mamá, te escribí que nada de lo que tengo o soy me lo habías dado tú (y no creas que he cambiado de opinión, ¿eh?); pero también te dije que en este mundo de desencuentros, donde la gente parece no saber quién es, qué quiere o qué necesita, tú me hiciste el obsequio más valioso de mi existencia toda: me brindaste la posibilidad de creer en mí.
Te dije, mamá, que en todos esos años jamás había dejado de tener la certera convicción de tu amor indeclinable; y que eso era mucho decir porque en esta borrascosa travesía que significa vivir, contar con un puerto seguro no es poca cosa. También te dije, mamá, que habías sido eso: “un pedazo de casa al cual regresar en todo momento; un faro para hallar el rumbo en mis derrotas; un hálito que me refresca la memoria y me habla de los afectos auténticos, de la compañía pródiga, de la complicidad sin fisuras”.
Y todo es verdad, mamá. Y puedes decir satisfecha (si no orgullosa): “misión cumplida”, porque aquí estoy, mamá, sin desmoronarme; sintiendo que perdí un pedazo de mí pero que obtuve otro, si tú quieres, más grande; mucho más grande porque, perdiéndote, me gané a mí para los míos, mamá. Porque eso habrías hecho tú (de hecho lo hiciste), seguir, seguir sin cansarte, luchando a brazo partido sin papá, sin mamá, sin hermanos, sin amigos, sin pareja, viendo y sintiendo cómo se iban yendo cada uno y tú te quedaste, porque todavía había gente, siempre la hubo, que necesitaba un poquito de ti.
Gracias por todo, mamá. Y, de veras, espero no verte pronto (en todo caso no demasiado); pero también, de veras, me encantaría volver a verte para abrazarte y tocarte y darte ese postrer beso que no te di y que, quizá, es de la única cosa que me debo arrepentir.
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Luis Villegas Montes.