Se fue, ¿o se queda?, uno de los panistas grandes: don “Beto” Torres. Ayer me enteré de su deceso. Había escrito: “me enteré con pena”, pero no sé si es pena lo que me embarga, pues como su hija Clara lo escribió, él ya está en otro plano de existencia. A eso deberíamos aspirar la mayoría: a vivir como si la muerte no existiera y a trascender en la vida y en el corazón de los otros.
A don “Beto” le conocí merced a Clara, cuando llegó al Congreso local. Nos habíamos tratado durante la campaña, muchas de las inquietudes de la entonces Candidata fueron a dar a mi escritorio y ahí nomás, por teléfono, empezamos una cercanía que perdura.
Pasó el tiempo e, inevitablemente, conocí a su papá; cabe decir que no lo conocí “de pasadita”; lo conocí de charlas largas, de beber café, de compartir anécdotas y, sobre todo, de hablar de historia. A don Beto le gustaba leer; la mayoría de mis lectores (¿Cuántos serán? ¿Unos veinte quizá? Ocurre que mis exabruptos editoriales me atraen y me alejan lectores que da gusto, por lo que yo digo que sigo tablas) ya saben de qué patita cojeo; recuerdo charlas en torno a la historia patria, particularmente la Colonia, y el destino de los judíos en México.
No puedo decir que llegáramos a ser amigos, su buen montón de años, y de kilómetros, nos distanciaban y, como luego ocurre, la vida nos lleva por donde quiere. En el 2008 volví a la frecuentación de la familia Torres cuando le pedí a Adela que fuera mi suplente en una aventura legislativa. Hace poco más de once años escribí: “Gracias a Adela Torres Armendáriz -hija de Don Alberto J. Torres- y gracias al propio Don Alberto (y a Clara), porque cuando se “formalizó” la suplencia en esta aventura truncada no tuve palabras bastantes ni suficientes para expresar mi satisfacción ni mi emoción más sinceras.
Hasta aquí, he hablado del quasipresente; para entender mejor a don “Beto” hace falta remontarse en el tiempo; y constatar cómo, en un país hecho pedazos por ineptitud, corrupción, entreguismo y cobardía (cíclica, la historia se repite), muy pocas voces se atrevían a disentir; pocos tenían los arrestos de afrentar a un gobierno que no dudaba en mancharse las manos de sangre para mantenerse (a la oposición la enfrentaban con perros). El 2 de octubre del 68 nos da cabal idea de qué hablamos; muy pocas personas, pues, reunían el valor suficiente para confrontar a un sistema cuyos excesos se caracterizaron por el acoso, el abuso, el maltrato e inclusive el crimen.
En esa vorágine turbia del PRI en su apogeo (una calca desvaída de lo que es MORENA hoy), destacaron hombres y mujeres que no dudaron en apostar vidas y haciendas tras un México mejor, más sano, más limpio, más decente, más justo; y entre esos hombres y mujeres, los nombres de muchos panistas fulguran por su disposición, por su entrega, por su valentía. El de don “Beto” está entre ellos.
Las generaciones de ogaño deberían saber que están en deuda con esa riada de ciudadanos que en nombre de la justicia, la democracia y la libertad, ofrendaron su existencia, algunos hasta la muerte; otros, muchos, hasta la extenuación, sin flaquear ni arredrarse, sin dar un paso atrás. Con muchos años encima, 70 ni más ni menos, don “Beto” contendió al Senado allá por 1994: “Como empresario aprendí a moderar la ambición y ahora sólo quiero servir a los chihuahuenses en el Senado, para que esta Cámara Alta no sea una oficina más del presidente de la República, sino un poder legislativo autónomo”, diría; y su voz resuena igual de vigente y auténtica.
Don “Beto” Torres fue un hombre que vivió intensamente, vivió para los suyos y, generosamente, entre esos suyos se encontraban muchos que no eran parte de su familia cercana; como los grandes hombres, su corazón era un habitáculo donde cabían muchos, incluso esos desconocidos por quienes luchó a brazo partido, pues no otro es el significado de ser “demócrata”, pelear por todos, por propios y ajenos, porque ninguno es extraño para los puros de corazón.
Un abrazo para los deudos de don “Beto”, en lo particular, para Clara y Adela.
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Luis Villegas Montes.