Con el pasado, ya van algunos fines de semana que soy eso que me he resistido a ser por casi una década: abuelo. Es que nomás no me siento tal; los años, las canas, las arrugas, los resquemores del alma y ese aire irremediable de declive físico están ahí, rozagantes, pero yo no quiero ser “abuelito”.
No tengo nada contra ellos, que conste, es sólo que el medio siglo pasó por mí sin pena ni gloria; algo se llevó sí, pero todavía no me doy cabal cuenta de qué; y a mis años, sigo sintiéndome un poco bobo, un poco fuera de lugar, descubriéndome a mí mismo a diario en mis convicciones, fortalezas, temores e incertidumbres.
Yo no tuve abuelos (alguno dirá que lo que no tengo es otra cosa) o, mejor dicho, sí tuve, pero no los conocí; con quienes conviví fue con mis dos abuelas y ésas sí, para que vean, eran “abuelitas”: chiquitas, arrugaditas, encorvadas, de molote apretado, falda larga color negro y sonrisa desdentada, viejitas pues; entonces, pienso “abuelo” y me veo en silla de ruedas, con una frazada a cuadros rojos y blancos sobre las piernas, un sombrerito ridículo de alas cortas y la mirada perdida en sabrá Dios qué vacío. Pues bien, llevo ya algunas semanas oficiando formalmente de abuelo y, aunque mis dos nietas me caen muy bien, las quiero mucho y son adorables, no termina de complacerme del todo dicha condición.
Lo anterior viene a cuento porque, en una de esas, para dormirse (en caridad de Dios porque no les para el pico), les conté esta fábula:
“Había una vez, una gallina muy presuntuosa; nunca, nadie, la había visto hacer gran cosa, pero como venía de una familia muy reconocida (Phasianidae), todo mundo esperaba grandes cosas de ella; con admiración se hablaba de su alzada, de sus notables protuberancias carunculares, del dorso cubierto con una espesa capa de brillantes plumas que parecían de plata, entre otros atributos que servían para realzar su porte y belleza.
La gallina, que en su vida había puesto un huevo, pasó de mano en mano cada vez por un precio mayor. Los sucesivos propietarios la exhibían orgullosos a la espera de ver los prodigios que sería capaz de realizar.
Desesperado por su mala racha, con sus últimos ahorros, un granjero compró la gallina por un precio exorbitante pensando que, si su gallo la cubría, la descendencia podría llevar a su granja, otra vez, a los cuernos de la luna.
El tiempo pasó y la gallina nada. Ni un huevo. Ni uno solo.
Todos los días, de mañana, tarde y noche —podía ser sólo que la gallina resultara huevona (en el mal sentido del término)—, el granjero iba a buscar su recompensa y volvía a casa decepcionado.
Así transcurrieron los meses; al principio, el granjero pensó que podía ser culpa suya, así que invirtió más y más dinero en la gallina: los mejores veterinarios, excelente alimentación, compró un gallo de exposición a crédito. Nada.
Harto, sumido en la miseria, endeudado en forma escandalosa, el granjero decidió comerse en mole a la pita inútil. Por la mañana, decidido a retorcerle el pescuezo, por costumbre introdujo la mano debajo de la voluble ave y ahí estaba, un huevo perfecto. El huevo más extraordinario que jamás hubieran visto sus ojos: blanco, lustroso, enorme, el huevo parecía refulgir.
Feliz, el granjero dejó el huevo en su sitio; corriendo se dirigió a la casa y llamó a gritos a la familia entera. Su mujer e hijos, pálidos, ojerosos, enflaquecidos, se abrazaban entre sí presas de júbilo. Con grandes aspavientos, el granjero los llevó a ver el prodigio.
Atónitos, en el umbral del gallinero, la familia vio cómo la gallina, indiferente a su alegría colectiva, daba cuenta de los últimos restos del huevo.
En pocas semanas la familia tendría que abandonar la granja, pero esa noche, cenaron un estupendo estofado de gallina blanca”.
Así algunos.
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Luis Villegas Montes.
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