El proceso electoral concluye, el miércoles cierran campañas y el domingo a las urnas. Los mexicanos asistimos a la elección más compleja y polarizada desde que los votos se cuentan, a partir de 1994 cuando el voto del miedo hizo ganar a Zedillo con amplísimo margen. La complejidad deja el resultado en exasperante incertidumbre planteada en una interrogante que lo reduce todo: ¿Podrá más la elección de Estado, con todo lo que ello implica, o se impondrá la sociedad saliendo masivamente a votar?. Tengo mucha esperanza en los mexicanos libres, pero nadie puede anticipar resultados.
Nos agobia la incertidumbre porque, entre las complejidades, esta elección presenta una particularidad que la diferencía de las anteriores. En los treinta y siete años de periodismo nunca vi que los candidatos, en este caso “las”, fuesen actores secundarios de su elección. Lo normal es que su capacidad de comunicar defina el resultado. En esta elección no, el gran protagonista ha sido y sigue siendo López Obrador. No se quedó en la designación de su candidata ni en poner a su disposición los recursos del gobierno, se montó sobre ella poniéndose al centro de la discusión.
En lugar de preparar la salida, el siempre aterrador séptimo año, está obsesionado en mantener el mando centralizado en su persona, sea de manera directa reventando la elección o ejerciéndolo a través de la elegida. En una racionalidad democrática medianamente madura, sus delirios continuistas serían paradójicos, si estamos de acuerdo en que promete dar continuidad a un gobierno fallido y lo hace con vehemencia de triunfador indiscutido.
Si juzgamos los tiempos por las vísperas, lo pertinente es inferir que un gobierno de continuidad tendría mayor número de muertes, menor calidad en Salud (Dinamarca nunca llegó), seguiría deteriorándose la infraestructura nacional, las decisiones de ocurrencia alcanzarían niveles de azoro, el encarecimiento de la vida se contaría en triple dígito, en algunos productos hoy se acerca. Quien niegue los fracasos en esas materias es necio, cómplice o ignorante, los resultados son catastróficos para cualquier observador imparcial.
La insensatez de glorificar el fracaso, su estrategia narrativa de confrontar a los mexicanos clasificándolos entre buenos y malos, el avieso recurso de usar a los más pobres como instrumento de apoyo, “por que con ellos va uno a la segura”, y tener el cinismo de confesarlo en público me confirma que López Obrador nunca estuvo preparado para gobernar. Estaba preparado, si, para ejercer el poder a capricho, por voluntarismo, no para ejercer el gobierno en atención a las necesidades de la sociedad que lo votó, esperando un cambio para bien.
López Obrador jamás quiso ser sólo presidente, seis años eran muy pocos para su ensanchada soberbia. Él siempre soñó con el gran transformador del país, redentor de los miserables y castigo de los poderosos. Imaginó una revolución pacífica que nadie puede parar, lo repite como estribillo, a cuyo triunfo lo colocará en el más alto pedestal de la historia junto a Hidalgo, Juárez, Madero y otros grandes héroes nacionales. En su mente, con él inició la cuarta transformación del país, una utópica era dorada de revindicación social, honestidad y tolerancia. A medio sexenio le puso nombre: “humanismo mexicano”.
Ahora, la insolencia de seguir colocándose por encima de los candidatos, a riesgo de humillar a su proyecto de Juanita y comprometer la elección por la permanente y descarada intervención. El cinismo con que deja tareas encargadas a quien, supone, será la sucesora. El aferramiento hasta el límite de seguir conservando el mando sin el menor contrapeso, me sugiere que tampoco está preparado para dejar el poder. La promesa de Palenque es más falsa que una manzana de unicel pintada en rosa.
Su ausencia de preparación para gobernar con sentido de responsabilidad, pensando en todos los mexicanos, tiene al país en decadencia y a la sociedad confrontada; Su manía patológica por mantener el poder sin reparar en consecuencias, nos llevaría directo al caos. La vulgar ambición de poder va siempre acompañada de autoritarismo, subdesarrollo, corrupción de las élites y miseria. Sobran ejemplos en la historia.
Estas elecciones no son de partidos, ni siquiera de las candidatas. Es contra un narcisista enamorado del poder con ínfulas de pequeño dictador, con la desfachatez y arrogancia de postular que su calidad moral está por encima de la ley. La continuidad de su régimen es una marcha colectiva hacia la degradación y el empobrecimiento social. Combatirlo con nuestra mejor arma, el voto, es obligación de los mexicanos que nos hemos puesto al lado de la libertad y el restablecimiento de las instituciones que nos permiten recuperar el rumbo democrático.
Es una lucha desigual, la lucha del dinero y el poder contra el espíritu de libertad. En esta lucha ningún voto sobra, los necesitamos todos. Sólo con una votación copiosa venceremos la elección de Estado diseñada y operada desde Palacio Nacional y frustraremos los afanes continuistas de quien pretende secuestrar al país para satisfacer sus patológicos apetitos de trascendencia histórica. México no es y jamás será de un sólo hombre, nos pertenece a todos, hagámoslo saber masivamente el dos de junio en las urnas.