Una de las enseñanzas que dejará como legado la administración del presidente Andrés Manuel López Obrador es precisamente lo relativo a cómo no debe actuar un mandatario, es decir, aquello que es incorrecto desde los puntos de vista ético, político y jurídico. Han sido diversos y constantes los desatinos y excesos que López Obrador ha cometido de manera deliberada (y perversa, desde luego), por lo que su gobierno deja una reprobable huella respecto a conductas en las que jamás debe incurrir el jefe del Estado, ya que el mal uso de tal investidura causa el desdoro de la imagen y la dignidad del pueblo mexicano.
No hay necesidad de mencionar los detalles de la serie de tropelías de carácter constitucional y político que con su cotidiana actuación cometió en forma intencional el presidente, pues todos las recordamos de manera clara. Entre estas arbitrariedades figuran su sistemático discurso de odio, dirigido a sembrar la discordia y división entre los mexicanos; las violaciones al proceso legislativo, en aras de imponer sus iniciativas de reformas energética y electoral; los ataques al Poder Judicial (SCJN), al Instituto Nacional Electoral (INE) -en la época de Lorenzo Cordova- y al Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información (INAI), cometidos en franco desacato al principio de división de poderes y a la independencia de organismos autónomos. A estos excesos se suman el incumplimiento de contratos con empresas nacionales y extranjeras del ramo de energía, derivados de tratados internacionales; la militarización de asuntos de competencia civil, como la construcción de las obras del Aeropuerto “Felipe Ángeles”, el Tren Maya y la Refinería “Dos Bocas”, y la administración de aduanas fronterizas y puertos marítimos; y la violación constante a las normas electorales, cometida diariamente al respaldar en modo ilegal a su partido y candidatos, en las conferencias de prensa mañaneras.
Sin duda, López Obrador deja una estela de irregularidades pérfidamente cometidas en beneficio de sus intereses ideológicos y políticos. Difícilmente podríamos concebir que quien lo suceda en la titularidad del Poder Ejecutivo actúe con la desfachatez con la que él lo hizo, ya que nos queda claro a todos los mexicanos que muchas de sus conductas y comportamientos fueron a contrapelo de la ley, del sentido común, del honor y la razón, e incluso contrarias al respeto que debe guardarle a la investidura que él ostenta y a nosotros sus gobernados, que somos más de 129 millones de personas. Los políticos siempre dejan a su paso el recuerdo de lo que hacen; precisamente en estas remembranzas no solo se incluye lo bueno sino también lo malo, y aunque López Obrador no lo quiera, nos ha dejado un catálogo de malos comportamientos que jamás deben repetirse en quien represente al Estado Mexicano.
Uno de los puntos débiles del presidente Andrés Manuel López Obrador y su gobierno ha sido su accidentada relación con los medios de comunicación, pues nunca ha aceptado el escrutinio, la crítica y la rendición de cuentas. Esto explica incluso la animadversión desatada por el mandatario en contra del Instituto Nacional de Transparencia y Acceso a la Información (INAI), al cual ha tratado de extinguir y anular bloqueándole las posibilidades de operación. Frente a los medios de comunicación López Obrador siempre ha mostrado intolerancia a los cuestionamientos, y no conforme con ello su gestión se ha caracterizado por una sistemática denostación en contra de connotados periodistas, intelectuales, políticos, empresarios, activistas sociales y líderes de opinión que discrepan de la ideología y acciones de gobierno del mandatario y su cercano círculo de colaboradores.
Aunado a esto, es pertinente referir el discurso agresivo y polarizante que López Obrador ha venido desplegando desde el inicio de su gobierno, tratando de enfrentar a la sociedad mexicana mediante la descalificación y la ofensa. Evidentemente uno de los saldos negativos del presidente saliente es su mala relación con los periodistas y con amplios sectores de la población mexicana.