Estos días he estado leyendo como loco con gran placer. Al momento de leer estas líneas llevo nueve de nueve. Entre lo leído hay varios clásicos (o que deberían serlo) que sirven muy bien para ilustrar el encabezado de estos párrafos.
La aventura empezó con un libro que me gustó mucho, escrito por un novelista que es garantía, Sergio Ramírez, llamado Tongolele no sabía bailar; aunque de trama aparentemente confusa, la historia cuenta cómo se ha ido desangrando un país entero, Nicaragua, a manos de un gobierno “revolucionario” y “progre” como es el de ese patán, sanguinario, Daniel Ortega. La obra es una excusa, para narrar las revueltas populares (reales) reprimidas brutalmente por el gobierno, apoyado en el jefe de los servicios secretos (a) “Tongolele”.[1] Su lectura, que comencé en el instante mismo en que pisé el aeropuerto de la ciudad de Chihuahua, me dio la idea de estos párrafos, luego les digo el porqué.
La segunda fue una auténtica delicia; una novela memorable de una latinoamericana extraordinaria, Karina Sainz Borgo, El tercer país; se lee en uno de sus párrafos: “Llegué a Mezquite buscando a Visitación Salazar, la mujer que sepultó a mis hijos y me enseñó a enterrar a los de otros. Caminé hasta el fin del mundo, o donde yo creí que el mío había acabado”.[2] En esta narración se cuentan los pormenores (las vicisitudes) de una mujer, Angustias Romero, quien huye de la peste acompañada por su esposo y sus dos hijos recién nacidos (y sietemesinos) quienes mueren en el trayecto. La pareja los guarda en unas cajas de zapatos y, buscando dónde enterrarlos, van a dar con Visitación Salazar, la precaria poseedora de un cementerio ilegal, “El Tercer País”. La historia recuerda el tono de García Máynez y la realidad inhóspita de toda Latinoamérica y bien podría transcurrir en cualquiera de las fronteras interiores de México: Chiapas, Tabasco, Oaxaca, donde la única ley posible la dictan los violentos, lo ricos, los traficantes, los políticos corruptos y sus cómplices.
De ahí me seguí con una tercera que de pura emoción y lucidez me dejó más tonto de lo que ya estaba, cuya significación sirve de colofón a estas líneas y enlaza con la segunda parte de este escrito.
La cuarta y quinta son del mismo autor, Georges Simenon, de quien no había leído nada, pero que deseaba leer desde hace muchos años pues es un clásico que escribió su primera novela allá por 1930 y cuyo bagaje se puede resumir en lo siguiente: escribió ciento noventaidós novelas con su nombre y una treintena de obras publicadas bajo veintisiete seudónimos; el tiraje acumulado de sus libros alcanza la friolera de 550 millones de ejemplares; pues bien, yo leí El ahorcado de la iglesia[3] y La cabeza de un hombre.[4] “Novelitas sin chiste” (diría el Adolfo), pero, obvio, opina desde la atalaya que le brindan su licenciatura en letras, su maestría en filosofía y sus pocos años; circunstancias, todas, que juntas lo hacen medio mentecato. ¿Me gustaron? Me gustaron y me faltan otras cuatro por leer. Ahí les cuento.
Retomando el hilo de estos párrafos, el sexto libro fue Contra el fascismo de Umberto Eco[5] (sí, el autor de El nombre de la rosa). El título lo dice todo. La idea que me fascinó, es la de que el fascismo tiene muchas caras, e incluso, muchos nombres: “El término ‘fascismo’ se adapta a todo porque es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos y siempre podemos reconocerlo como fascista”, escribe Eco. De hecho, no sé si el término es de su invención o no, pero el autor acuña (o emplea) una expresión que me mató: “ur-fascismo”;[6] con él denomina todo aquello que es posible distinguir —por sus rasgos, con independencia del nombre o fisonomía— como fascismo lo que es en los hechos.
El séptimo fue la novela de un consagrado en mi gusto, Valerio Massimo Manfredi, que dejó por una vez la antigua (y mitológica) Grecia para adentrarse en los meandros de una intriga que siempre que la leo, ¡ay!, me duele mucho (y no entiendo el porqué): el magnicidio de Julio César en el 44 a. de C. La obra novela las últimas horas de ese grande quien, más de dos mil años después, es recordado en el mundo entero por su genio en la guerra, en las letras, en la política y en la administración (conste que el amor no se le daba mal, salió vaguito). En Los idus de marzo[7] Manfredi vuelca todo su talento y nos narra una historia que, no por sabida, resulta menos apasionante, pues habla del poder y de su pérdida.
El octavo es un librito singular que contiene las recomendaciones que Nicolás Maquiavelo le hace a los gobernantes de su época sobre un tema de suyo relevante: la traición. Si uno tiene dudas sobre el pensamiento del florentino, basta leer dos de las frases que resumen bien su modo de pensar: “el muerto no puede pensar en la venganza” y “a los hombres o se les halaga o se les elimina”.[8]
El noveno es un clásico eterno, Meditaciones, del emperador Marco Aurelio (muchos lo recordarán por la película Gladiador —protagonizada por Russell Crowe—. El monarca es el viejito que matan casi al principio[9]). Marco Aurelio fue un emperador del Imperio romano desde el año 161 hasta el año de su muerte, en 180, famoso entre otras razones por ser uno de los exponentes más preclaros del estoicismo.[10] Dice Marco Aurelio: “Obrar, pues, como adversarios los unos de los otros es ir contra la naturaleza”.[11]
Continuará…
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