*Entre redes
Si no quieres sufrir, no ames. Y si no amas ¿para qué quieres vivir?
– San Agustín
¿Quién no ha escuchado algo del filósofo de Güemes que con frases aparentemente simples o de humor, describen razonamientos lógicos, obvios y que esconden una sabiduría?
El sabio no es el intelectual ni el sabelotodo, sino la persona que, con la experiencia, el sentido común y la claridad serena y lúcida del pensamiento visualiza la realidad, la vida y naturaleza.
Si hiciéramos un recorrido desde la antigua Grecia hasta nuestros días, a lo largo de esos siglos vemos que uno de los pendientes humanos sigue siendo cómo lograr la felicidad, cómo vivir más años o ser inmortales, cómo dominar la naturaleza y encontrar la clave de la riqueza material.
Todos queremos ser felices, creemos ser felices o buscamos la felicidad de diferente manera. Esa es una de las grandes diferencias entre los seres humanos y por supuesto, cada época ha tratado de encontrar el misterio.
Epicteto fue un filósofo nacido en Turquía que falleció en el año 135 en la era de Cristo en Grecia y a pesar de que fue esclavo en Roma, se concentró en buscar la forma de lograr la felicidad y elaboró una serie de principios para gestionar nuestro sufrimiento.
Todos sufrimos, de una u otra forma, pero la diferencia es cómo lo enfrentamos porque ahí estriba si caemos en una depresión o angustia. Uno de los principales males de nuestro siglo es precisamente la salud mental tan deteriorada porque el bien vivir ha mutado de sentido. Lo que antes nos provocaba felicidad, hoy se considera como ridículo o anquilosado. Hay una corriente muy extendida de que lo pasado y clásico debe ser considerado como viejo y por lo tanto eliminado. El problema es que eliminamos, pero no promovemos alternativas. No sustituimos y nos hemos quedado vacíos.
La búsqueda de la felicidad está colapsada en un ecosistema tecnológico que nos confunde si tener la última versión del teléfono inteligente es una porción de felicidad en el siglo XXI. Los regalos de Navidad, cumpleaños o premios consisten en dispositivos digitales y, por lo tanto, sinónimo de felicidad. O al menos, así lo ven y sienten muchos.
Y eso lo constatamos cuando al no obtener ese regalo, entramos en un estado de frustración y tristeza, por lo tanto, de infelicidad.
Hace casi dos mil años, Epicteto proponía que para dejar de sufrir debemos evitar dos acciones que, por lo general, la mayoría de nosotros lo hacemos: la forma negativa que tenemos de hablarnos y la otra, son las historias que construimos a partir de lo vivido.
Esto lo llevó a expresar que “no son las cosas que nos pasan las que nos hacen sufrir, sino lo que nosotros nos decimos sobre esas cosas”.
Sufrimos más por lo que pensamos de un hecho que por el hecho mismo. Por eso desarrollamos rumores y falsas noticias, desapegados de la verdad. Quisiéramos que las cosas sucedieran como a nosotros nos conviene que fuesen. Y lógicamente que eso es imposible, por lo tanto, nosotros mismos generamos la infelicidad o frustración. Recomendaba, como antídoto, hablarnos a nosotros mismos con la verdad, ser más autocompasivos y así tratar a las demás personas.
Otra fuente de infelicidad es la obsesión de que todo dependa de nosotros. Queremos controlar hasta el pensamiento y emociones de los demás. Sufrimos por el amor, porque quisiéramos que determinada persona nos dijera al oído lo que queremos oír y sentir, como si fuéramos dueños de su voluntad y su amor, pero sus sentimientos y emociones no dependen de nosotros. Y luego nos queremos lanzar al vacío porque no me quiere, quien yo quiero que me quiera. ¿Absurdo, aberrante, manipulador?
Entonces, Epicteto decía que no todo depende de nosotros. Unas sí dependen, pero otra no. Muchísimas no, sobre todo, del actuar de la otras personas. Si bien, nosotros gozamos del libre albedrío para nuestras decisiones personales e íntimas, como decía San Agustín, pero no depende de nosotros la forma en que lo harán los demás. Si no aceptamos esto, sufriremos más.
Hay otra deformación que se ha generalizado por las redes sociales y es el sufrimiento por lo que se habla sobre nosotros. El sabio filósofo recomendaba: “si hablan mal de ti, y es verdad, corrígete a ti mismo; si es una mentira, ríete de ella”
Las personas con las que nos relacionamos es un factor de sufrimiento, porque nos dejamos contagiar por su pesimismo, negatividad y de las opiniones y problemas ajenos. Decía que “las opiniones y problemas de otras personas pueden ser contagiosas, por lo tanto, no hay que sabotearnos a nosotros mismos adoptando involuntariamente actitudes negativa se improductivas a través de amistades con otros”.
La otra frase que tomamos de Epicteto es que “en las desgracias propias hay que acordarnos del estado de conformidad con que miramos las ajenas”. Cuando nos enteramos de desgracias ajenas, de inmediato damos soluciones relativas o simples porque nosotros no pasamos por ese dolor. Somos muy buenos para resolver y proponer soluciones a problemas ajenos, pero cuando estamos ante una situación así, no lo vemos con claridad y nos quedamos estancados en ese dolor.
Los griegos tenían en la filosofía su cura para la depresión y ansiedad. En el Siglo XXI, según la Organización Mundial de la Salud, entre sus principales retos está la ansiedad y la depresión por el estilo de vida urbanizada y acelerada y, sobre todo, por la infructuosa búsqueda de la felicidad en una sociedad hiperconectada por internet, que paradojalmente cada vez se siente más sola en una agobiante epidemia de soledad.
Hemos caído en un masoquismo emocional porque promovemos y buscamos lo que nos causa dolor en lugar de marcar una distancia. Hemos desarrollado actitudes hipocondriacas emocionales que todo nos duele o acomodamos los dolores como nos convenga. Pareciera que nos gusta sufrir porque no sabemos cómo lograr la felicidad.
La buscamos en la comida, autos, lujos, modas, estéticas, placer hedonista, viajes y tecnología y lo único que generamos es una brecha enorme entre el ser humano que se debe divertir y disfrutar de manera natural a la tendencia a ver más allá de lo material y físico como forma de trascender aún después de la muerte.
Los antiguos griegos encontraban la felicidad viviendo conforme la naturaleza humana, sin buscar alteraciones ni prótesis existenciales o emocionales, como cuando buscamos la felicidad en extensiones artificiales.
Sin embargo, a pesar de los siglos, el ser humano sigue siendo el mismo ser humano. Ha buscado la felicidad en la sencillez y simpleza de la vida, en la sabiduría y en la lógica, en el amor a la sabiduría, o sea, en la filosofía.
Por naturaleza todos somos filósofos desde la tierna edad de los porqués cuando pretendemos que nuestros padres nos den respuestas de las preguntas que buscan el origen de las cosas. Pensar sobre nosotros mismos es hacer filosofía.
Por ejemplo: del filósofo Epicteto al famoso filósofo de Güemes hay un enorme trecho de siglos, pero la lucidez y claridad para enfrentar la vida sigue siendo similar entre ellos. Lo más simple y sencillo es lo más sabio porque está basado en la experiencia y sentido común.
El filósofo de Güemes, José Calderón Castillo fue un modesto carpintero en ciudad Victoria, Tamaulipas y murió en 1964. Hubo otro en el mismo poblado, Ramón Durón Díaz, fallecido en 2016 que la virtud que tuvieron fue recopilar la sabiduría popular en las calles y plazas, en las casas y fábricas. Sócrates, Epicteto y Diógenes hicieron lo mismo.
Parecieran juegos de palabras u obviedades, pero tiene lógica pragmática y conseja, que describe y enjuicia, que valora y descalifica. Los antiguos griegos decían que para conocer una cosa primero se debe describir y conocer el origen de la palabra.
Lo dijo el sabio de Güemes: lo que está bien… no puede estar mal. Una cosa es una cosa…y otra es otra cosa. El amor es eterno…lo único que cambia es la persona. No es lo mismo estar vivo…que serlo. Si las cosas no han cambiado, es porque siguen igual.
Y cuando el sabio señala la luna… el pendejo se fija en el dedo.
Por eso, la filosofía no es árida ni aburrida. La filosofía es vida y nos conduce, si nos dejamos, a la felicidad.
Facultad de Filosofia y Letras
Universidad Autónoma de Chihuahua