“Ablución” significa lavatorio o mejor dicho: “purificación ritual por agua”.[1] En cambio, la de “leer” es una palabra que, por conocida, no merece ser explicada; las otras dos posiblemente sí. Aquí podría haber escrito un punto y aparte y continuar, que es lo que en verdad interesa, pero no.
Resulta que buscando el significado de la voz “ablución” (y sus sinónimos), me topé con otros como “purificar” y “depurar”; y me fui directo a un diccionario que me encanta: el Diccionario de Sinónimos Castellanos.[2] Un libro que, desde que lo leí la primera vez (hace más de cuarenta años), siempre me ha gustado por la finura de las explicaciones. Dice don Roque (el autor) que “depurar” expresa la idea “de descartar la parte grosera de las cosas” y la de “purificar”, la de “quitar lo mezclado o lo infecto”; y continúa: lo que se depura queda espirituoso; lo que se purifica queda limpio; se depura un licor, pierde la hez; se purifica el aire, pierde la mezcla; depura el alambique; purifica el crisol; depurando, se busca la esencia; purificando, la homogeneidad.
Leer es para mí, siempre lo ha sido, una especie de jabón para el alma; sin embargo, idea clara, prístina, evidente, como es y por extraño que parezca, nunca antes la había concebido así. No lo habría dicho ni expresado de ese modo si no hubiera leído en Facebook la narración que a continuación les voy a compartir. Desconozco al autor del texto, públicamente lo admito, y me tomo la licencia de hacerle una serie de ajustes menores, a efecto de que el relato quede a modo… a mi modo, quiero decir.
Vayamos ahora a la historia:
“—‘He leído muchos libros, pero me he olvidado de la mayoría, entonces, ¿cuál es el propósito de la lectura?’.
Esa fue la pregunta que un alumno le hizo una vez a su maestro.
El maestro no respondió en ese momento; sin embargo, después de pocos días, mientras él y el alumno estaban sentados cerca de un río, dijo que sentía sed y le pidió al joven que le trajera un poco de agua con un viejo colador de metal, sucio, roñoso, inmundo, que estaba tirado en el suelo a los pies de un árbol añoso.
El alumno se sobresaltó, sabía que era un pedido sin sentido.
Sin embargo, no pudo contradecir a su maestro, tomó el cedazo y comenzó a realizar esta absurda tarea. Cada vez que sumergía el colador en el río para traer un poco de agua para llevar a su maestro, ni siquiera podía dar un paso hacia él, ya que no quedaba ni una gota en el colador.
El alumno lo intentó una vez y otra, lo intentó decenas de veces, pero, por mucho que trató de correr más rápido desde la orilla hasta su maestro, el agua siguió pasando por los agujeros del tamiz y se perdió en el camino. Agotado, se derrumbó junto a su maestro y dijo: ‘—No puedo conseguir agua con ese colador. Perdóname maestro, es imposible y he fallado en mi tarea’.
‘No’ —respondió el anciano sonriente —‘No has fallado. Mira el colador, ahora brilla, está limpio, está como nuevo. El agua, que se filtra por sus agujeros, la ha limpiado’.
‘Cuando lees libros —prosiguió el viejo maestro— eres como un colador y ellos son como agua de río. No importa si no puedes guardar en tu memoria toda el agua que dejan fluir en ti porque, los libros, sin embargo, con sus ideas, emociones, sentimientos, conocimientos, la verdad que encontrarás entre sus páginas, limpiarán tu mente y espíritu y te convertirán en una persona mejor y renovada. Ése es el propósito de la lectura”.
Querida lectoral, gentil lector, si no sabe para qué sirve leer, si siente que todo lo que lee se le olvida, si se le escurre entre las grietas de la memoria, no es así: algo se arraiga, algo subsiste, algo perdura, algo queda prendido en su interior y como ese anuncio de detergente de la Real Academia Española: “Limpia, fija y da esplendor” a su almita inmortal. Lea.
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[1] Diccionario de la Lengua Española, ESPASA, España, 2002, p. 2.
[2] BARCIA, Roque. Sinónimos Castellanos, don José María Faquineto, editor, España, 1890, p. 57.
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