Durante años (décadas), me pregunté por qué ese afán mío de comprar libros. El origen de mi afición —que conste— lo ignoro. Se remonta, lo sé de fijo, a más de medio siglo atrás, pero el porqué, la verdadera razón, el auténtico motivo, lo desconozco. Se pierde en la caliginosa oscuridad del inconsciente.
Lo anterior viene a cuento porque esta temporadita me agarró como tantas otras, leyendo como loco y comprando más libros. Leí cuatro títulos (“pocos”, dirán algunos) que juntos suman unas dos mil páginas, lo que aclaro para que no se vaya a pensar que holgazaneé; y me compré otros quince (creo). Entre ellos, varias novelas de un autor francés, Georges Simenon; dos de un viejo recién conocido, el español Manuel Vázquez Montalbán; una de Pérez Reverte que regalé hace mucho tiempo (la primera de la serie de Alatriste); varios ensayos de Octavio Paz, a estas alturas de mi vida me sale más fácil aunque no más barato comprar libros que ya leí a encontrar los ya leídos en ese batiburrillo que tengo por biblioteca y que se halla repartida en varias partes; uno con apuntes biográficos sobre Agatha Christie y dos novelas inéditas de Hércules Poirot (el título promete); una primicia, el Mago del Kremlin, ópera prima de Giuliano da Empoli; entre otros.
Creo que debo dejar de viajar porque, a este paso, me va a faltar vida para acabar con tanto pendiente; sin contar que tengo un librerito en mi despacho con unos veinte títulos por leer, o séase, ya tengo treintaicinco pendientes; más que suficientes de aquí a julio pues, me conozco mosco, en otra escapadita que me dé, voy a comprar una veintena más.
Novedades hay varias, la más destacable (nunca digas: “de esta agua no beberé”), es que empecé a leer a J. K. Rowling quien, para mayores datos, es la autora del célebre (¡puaj!), Harry Potter. Me explico: como lector ávido que soy (para no decir cochino vicioso), hace muchos, muchos años, empecé a leer la saga del mozalbete aprendiz de mago; como me ha ocurrido varias veces, entre ellas con El Señor de los Anillos, no pasé de las primera páginas; le di hasta donde pude (una cincuenta o sesenta páginas) y ahí paré, sin resuello y sin ganas de continuar. Las pelis sí las vi, todas, porque en algún momento de su infancia, el Adolfo adoraba al minibrujo y nunca supimos, bien a bien, si darse de narices con las paredes (le quedó chatita) a cada rato era un secreto afán de emular a su ídolo o sólo por despistado.
Pues con esta señora me pasó igual… hasta el lunes o martes, cuando pepené un libro a las carreras y ya no lo solté hasta anteayer: Sangre Turbia.[1] Se trata de una saga (otra) cuyo protagonista es un investigador cojo, Cormoran Strike, auxiliado por su ayudanta (nótese mi esfuerzo por emplear un lenguaje inclusivo), Robin, quienes se meten en cada broncón que para qué les cuento. Total, bue ní si ma. Lo único malo es que ésta es la quinta entrega, de tal suerte que debo emplearme a fondo para conseguir los otros cuatro títulos, ni modo, como dicen los franceses: c’est la vie. Para lo flojonazos que nunca faltan, les dejo el dato de que en HBO hay una serie que tiene a ambos personajes por protagonistas.
Sin embargo, cuando empecé estas líneas no iba a hablar de lo que he estado hablando pues, como dice Marguerite Duras: “Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos”; mi intención era aludir, recién ahora comienzo, a mi biblioteca, a ese entusiasmo perdurable que hacía decir a María, mi hija, cuando era pequeña y le tocaba ayudar a limpiar la recámara: “¡Ay, mi papá! ¿Por qué será tan libriento?” (me acaba de confesar que a nada mejor qué hacer, tomaba un libro al azar y se ponía a dibujar garabatos en él).
Pues bien, durante en estos días, uno de los libros que leí fue un ensayo que me llegó de la mano de la bendita amistad (gracias, Laura), titulado: El Infinito en un Junco[2] que explica bien este arrebato desbordado, que ya intuía yo, pero no había cristalizado en mi ánimo en forma tan certera: “La pasión del coleccionista de libros se parece a la del viajero. Toda biblioteca es un viaje, todo libro es un pasaporte sin caducidad”.[3]
¡Qué forma extraordinaria de decirlo!
Continuará…
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[1] GALBRAITH, Robert. Sangre Turbia, Planeta.
[2] VALLEJO, Isabel. El Infinito en un Junco, DEBOLSILLO, 11.ª impresión, 2022, México.
[3] Ibídem., p. 40.