Una de las veladas más memorables de mi vida toda ocurrió el jueves de la semana pasada.
Una reunión de amigos se convirtió en un momento mágico, cuando don Carlos Velázquez Acuña me complació en un capricho insólito; uno de esos que se dan pocas veces en la vida por lo improbable de su acontecer.
Convocados por Arturo Velasco (el célebre “Cachis”), un montón de gente entrañable nos congregamos en torno a una paella exquisita. ¿El motivo? Ninguno en particular, solo esa necesidad que tienen los seres humanos de relacionarse, de reunirse, de frecuentarse, de conocerse; así nace la amistad, un acontecimiento fortuito, inesperado o casual, y luego comienzan a desgranarse los días, las semanas, los años; y esa semilla que sembró el azar, merced a pequeños o grandes gestos, se convierte en un árbol magnífico cuyos frutos sirven para alimentar el alma.
Pero volvamos a esa tarde; alguno tuvo la idea genial de contratar a un mariachi y otro la de invitar a cantar a un primo hermano suyo. Así conocí a Carlos Velázquez Acuña, un talentoso cantante, chihuahuense de origen. Carlos es invidente, esto último lo comento solo por dos razones; la primera, porque su discapacidad, en mi opinión, hace que destaque más su talento (¡qué difícil debe ser aprenderlo todo de memoria!); la segunda, porque me pareció un hombre joven lleno de alegría y ganas de vivir, capaz de reírse de sí mismo. “¿Un tequilita?”, “No gracias, me debilita la vista”.
Pues bien, el jueves pasado, luego de cantar con su vozarrón enorme un extenso repertorio de música mexicana, se sentó a comer y empezamos a platicar. Recuerdo en particular una anécdota maravillosa, la oportunidad que le brindó la vida, y su terquedad (dicho por él), de cantarle en persona, siendo un niño apenas, a sus máximos ídolos: Luciano Pavarotti y Plácido Domingo.
Carlos ha cantado aquí y allá y, obvio, su pasión es la ópera; fue en ese momento que recordó la primera ópera que cantó, La Traviata. Para mí, Parigi o Cara es quizá, con el Va Pensiero de Nabucco, el aria que más me gusta. Y ahí, en un lugar de Chihuahua de cuyo nombre no quiero acordarme, Carlos me cantó casi al oído (las condiciones acústicas estaban a años luz de ser óptimas), a petición expresa, esa aria entrañable.
Parigi o Cara es un dueto cuya interpretación requiere una voz femenina; sin embargo, la pieza está en Internet, versión karaoke, solo con la voz de la soprano. La buscamos, la bajamos y Carlos empezó a cantar. ¿Cómo iba yo a imaginar que esa velada transcurriría en esos términos? ¿Cuántas posibilidades existen de que uno vaya a una fiesta cualquiera y un auténtico tenor cante esa maravilla? Fue hermoso.
Huelga decir que se me mojaron los ojitos; presa de la emoción, la voz de Carlos despertó en mí un sinnúmero de recuerdos; el principal, el más importante, fue el de mi mamá. Lola me llevó muchas veces a reuniones donde sus amistades, cantantes o músicos aficionados casi todos, cantaban durante horas. Algunos de ellos podrían haber sido profesionales, pero las circunstancias no lo permitieron; sin embargo, la bohemia era su pasión.
Pues esa tarde de jueves pude constatar, una vez más, que el talento y la magia existen, que son hermanos; y que la vida es capaz de dispensarnos, cuando menos lo esperamos, pequeños milagros. Gracias, Carlos, nos estamos viendo.
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Luis Villegas Montes.