Buenos días:
Previo a iniciar con esta intervención, me gustaría hacer algunas manifestaciones previas. La primera, ineludible, es que agradezco infinito en nombre propio y de la Magistrada Miriam Hernández, la invitación a este evento. El Poder Judicial debía estar representado en esta jornada, como deben estarlo el resto de los poderes, los organismos con autonomía constitucional, los sectores privado y social y, sobre todo, los chihuahuenses.
La cita no puede ser más relevante ni pertinente; una reforma constitucional integral se dice fácil, pero no lo es.
Desde un tiempo tan remoto como el año de 1862 y desde un lugar tan lejano como Berlín, Ferdinand Lasalle ya había advertido que la Constitución es un pacto jurado entre el monarca y su pueblo, el cual fija los principios básicos de legislación y gobierno en un Estado: “La Constitución es la ley fundamental proclamada en el país, en la que se echan los cimientos para la organización del Derecho público de esa nación”. Guardada toda proporción, hablamos de la Constitución de una Entidad federativa, pero no por ello dicha afirmación es menos válida ni menos vigente que hace casi un siglo y medio.
Así las cosas, la idea de proponer un nuevo texto constitucional parece, de entrada, una pretensión ambiciosa en exceso.
De ahí la necesidad de acotarla. Acotarla desde sus orígenes, por decirlo de alguna manera.
Existen multitud de tópicos que, por lo menos a priori, merecen ser examinados y van desde los alcances del derecho a la vida en el marco de la tutela y salvaguarda de los derechos humanos, hasta el régimen electoral o la organización óptima de los tres poderes de Gobierno.
Sin embargo, con el ejercicio que en esta fecha arranca, este esfuerzo se acota, repito, desde su mismo nacimiento, pues no se pretende que sea la voluntad de un solo individuo, de un solo grupo, de un solo Partido, sino que sean los actores políticos, los sectores interesados, las barras y colegios, los gremios, la academia, los ciudadanos en suma, quienes se manifiesten y propongan el contenido del que, sin duda, podría llegar a ser uno de los ejercicios políticos de contenido democrático más significativos en los últimos veinticinco años, no solo en Chihuahua, sino en México.
Aún recuerdo con cierta nostalgia la reforma de 1994 (ahí empecé mis pinitos en el servicio público y enfrenté desde el Congreso local —en la parte que me tocó jugar— el reto enorme que debimos afrontar. Hubo adversarios formidables, el peor, la inercia que lo tenía sojuzgado y sometido).
Pues bien, con dicha reforma, por ella, Chihuahua recobró un merecido papel en la política nacional, pues puso al Estado a la vanguardia en la transformación de las instituciones públicas. Hay un parteaguas en la historia constitucional local, un antes y un después, y fue merced a lo ocurrido ese año.
No hay forma, en justicia, de regatearle el mérito a los constituyentes de aquel entonces. La reforma demandó poner en práctica las únicas tres virtudes que requiere un legislador, en realidad cualquier político: valor, voluntad e inteligencia.
Ese año, los diputados hicieron alarde de esas que no dudo en reputar como virtudes cardinales en el ejercicio de un cargo público.
Recuerdo en este punto unas palabras de Ortega y Gasset: existe “el nacionalismo del compromiso civil y cultural, enraizado en el pasado pero contra el pasado, y más aún contra el pasado de leyenda; […] la llamada a un ideal nacional propio y fuerte; la exigencia de la educación y la alta cultura como mecanismo a medio plazo para una resurrección integral; la fe en la vitamina ética para una reforma política”; de eso se trata esto, de eso se trata siempre, en esas estamos: construir desde el ejemplo y el compromiso, darle la espalda al pasado y al presente oscuros, tras un ideal propio y fuerte que no claudique y que nos transfigure.
De ahí que podamos adelantar que la reforma deberá ocuparse de temas medulares, sí, pero también de observaciones de forma que permitan un texto constitucional más limpio de errores sintácticos u ortográficos, que le brinden mayor coherencia en su conjunto, primero; y segundo, actualizar ciertas nociones, privándolas de resabios ideológicos arcaicos que tienen más de populismo y demagogia que de auténtico orden normativo.
Además de lo evidente, anteriormente reseñado, están los temas de fondo que, se insiste, deberán ser fruto de la participación y el diálogo más amplios que sea posible concebir.
Cabe aclarar que detrás de esta visión se encuentra un llamado muy similar a aquél que hizo Mirabeau el 6 de mayo de 1789, ante la Asamblea de los Estados Generales, donde pidió de los actores políticos un esfuerzo supremo para ceder “en sus aspiraciones hegemónicas”. Sin un auténtico acuerdo democrático, al margen de mitos, apetitos desaforados, simulaciones, retruécanos populistas o demagógicos y descarado entreguismo a las causas más viles, no es posible concebir el propósito último de la tarea que hoy inicia.
La pretensión es clara: dignificar la política, darle a la noción de poder público un nuevo significado, garantizar su depósito en actores reales que vean por el bien de todos a partir de consensos, cuyo origen sea la confrontación de ideas, la contrastación de proyectos y la coincidencia de intereses, dentro de los límites, nítidos, de la Constitución y la ley.
Por otra parte, plantearse con urgencia la exigencia de una revisión de esta índole no constituye en lo absoluto un capricho; baste recordar aquí lo que Felipe Tena Ramírez sostuvo hace casi cuarenta años: “En la historia de la literatura constitucional mexicana, podrían señalarse varios períodos. Desde los comienzos del siglo pasado hasta la Constitución de 57, no son por lo común profesionales del derecho los dedicados a estos tópicos ni sus estudios tienen por objeto temas concretos de derecho constitucional. Pero como el problema de la época era el de la organización política del país, sus obras ofrecen importantes aspectos de lucubración constitucional […]”; esa inquietud a la que aludía el maestro, relativa a la organización política del país, continúa hoy tan vigente como entonces. Empero, asumir ahora, como lo insinuaba Tena en su momento, que los añejos problemas políticos nacionales han sido resueltos, es falso.
La organización política mexicana no ha cumplido con su propósito y continua tan ineficaz como hace ciento sesenta años; sin hacer honor ni justicia al texto de la Constitución federal, en su artículo 39, apartado segundo: “Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste”.
A eso se nos convoca en esta fecha: a crear con altitud de miras, a creer que la transformación de la Patria es posible desde el terruño y a confiar en la propia convicción, como derrotero en la transformación del Chihuahua por venir.