Asumo que escribir estos párrafos me puede exhibir como un hombre más tonto de lo que en verdad soy, pero ni modo. Así es el abarrote en esto de la escribidera, por lo menos cuando se asume, en serio y con todas sus consecuencias, esto de andar jugando con las letras.
Resulta que, por ignorancia, no me había planteado con seriedad el reto de escribir en los tiempos que corren. Nos guste o no, los desafíos del escritor hoy en día, derivado del uso masivo de las redes sociales, son múltiples y complejos a partir de las posibilidades que el mismo representa; de hecho, la multiplicidad de plataformas y recursos tecnológicos, así como la posibilidad de hibridarlos, son tan relevantes que, incluso, socavan la significación y el alcance de la misma palabra de “escritor”.
En realidad, en nuestra época, el término que le viene mejor es el de “productor cultural” (y esa denominación le es aplicable a cualquier artista o creador); y es así porque este nuevo pasaje en la historia de la humanidad implica, por fuerza, un cambio en la forma de hacer, difundir y recibir literatura (y el arte en general). Así es, la posibilidad de que dos, tres o más recursos tecnológicos puedan mezclarse para producir contenidos que ya ni siquiera pueden clasificarse en los límites tradicionales: teatro, cine, novela, etc., abre un mundo de posibilidades al artista; solo hay que romper los cánones, redefinir las fronteras entre lo que podemos concebir como “arte” y lo que no, así como replantearnos los valores de la estética.
Labor pendiente sin duda, pues entre esa indefinición y el borbotón incesante de porquerías que, a diario, cine, radio, televisión e Internet nos endilgan, apremia definir qué es visible y qué no. Debatir sobre la relación entre los derechos humanos (libertad de expresión) y el reguetón, por ejemplo, urge. ¿Hasta cuándo vamos a continuar tolerando tanta estupidez y vulgaridad?
De ahí que plantearnos la labor del arte y del artista (qué y quién sí lo es y qué o quién no) y del intelectual, como tal, resulta una tarea inaplazable y fundamental.
Claro que si preguntarnos qué es un artista es una labor ardua, preguntarnos qué es un intelectual no es tarea menor; ello, porque ambos tienen una encomienda casi divina: construir y reconstruir el mundo.
En efecto, refiriéndose a Umberto Eco y su tesis de lo que es ser un intelectual, Alessandro Baricco nos recuerda lo que el viejo maestro solía afirmar refiriéndose al “ser intelectual”: intelectual es quien es capaz de comprender, narrar o nombrar al mundo.[1]
Intelectual no es, pues, el mentecato que lee como loco ni el que dicta cátedra durante décadas como lo haría un perico o un mono, cuando en cualquiera de ambos casos no compromete con todas sus fuerzas su inteligencia y su voluntad en la transformación, en la formulación o en la reformulación del mundo. Los dos, el artista y el intelectual se parecen mucho. Los dos crean.
En el momento en que alguno de ellos deja de crear, en ese momento muere.
Así que intelectual no es el que opina a lo baboso, el que pontifica, el que de memoria sabe y resabe enciclopedias enteras; en lo absoluto. El intelectual cree, piensa y, sobre todo, se compromete en la acción.
La cultura sin compromiso es linda y buena, sí, pero no sirve para un carajo. Si no haces algo con lo que sabes, eres un diletante, un esnob, un payaso instruido que al fin de cuentas solo sirve para dos cosas: para nada y para puritita…
El artista en general, y el literato en lo particular, tiene la obligación de reinterpretar (reiventar) al mundo a partir del uso de la multitud de elementos que nuestra época pone a nuestro alcance. Esa es también la tarea del intelectual.
El intelectual de hogaño debe recobrar la misión de los filósofos de la antigüedad: preocuparse por el qué y el porqué de todas las cosas habidas y por haber. Inquirir, siempre y en todo momento, quiénes somos, dónde estamos y para qué estamos aquí.
Necesitamos inventar nuevas reglas para este mundo nuevo y solo dos personas pueden hacerlo: el intelectual y el artista.
Apenas me di cuenta. ¿Ven cómo sí soy un tonto?
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Luis Villegas Montes.
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[1] Artículo de Alessandro Baricco titulado: “El placer del saber”, publicado el 27 de febrero de 2016, por el periódico Milenio.