Se murió Vicente. Al menos para mí, con él se muere una época.
Adolescente, pollo todavía, en compañía de dos o tres vagos como yo, un día sí y otro también, nos escapábamos de la escuela y nos íbamos por esas calles de Dios a perder el tiempo, a fumar y a echar traguito.
Había música de fondo, por supuesto; para quien no es melómano (y la música forma parte de su vida), hay una época en que la música resulta imprescindible. Música —digo— y no ese ruido esperpéntico que atruena en nuestros oídos hoy en día y hace que los chamacos se retuerzan y acalambren como bicho en comal o se desgañiten —disque cantando— tarugada y media. Espectáculo horrible por donde se le mire, del que no pueden gozar los ojos ni oídos, a menos que esté usted idiota (o a punto de estarlo).
Pues en aquellos ayeres, música había, para todos los gustos; y entre el espantoso heavy metal —tan caro para mi amigo Eslí—; las baladas románticas que inundaban la radio, en español o en inglés; los boleros antigüitos, dedicados a satisfacer a nuestros abuelos, quienes todavía formaban un grupo compacto en gustos y pareceres; lo mío, lo mío, lo mío, eran esas rancheras demoledoras que le despellejaban a uno el alma, mientras se nos despellejaba la garganta y le despellejábamos las aurículas a la audiencia (por lo menos yo, que no me explico el porqué, ya con tres tequilas entre pecho y espalda, para mal de todos, me siento una mezcla entre José Alfredo y Jorge Negrete, con pinta de Cornelio Reyna o Chalino Sánchez de petatiux).
Pues bien, esas tardes que la gramática, la química y las matemáticas desaparecían de nuestras desapacibles vidas y nos íbamos a refugiar a un club privado de billar y dominó, que tenían el papá de León y sus amigos, allá por la avenida Independencia (y que nos “prestaban” con sospechosa frecuencia —la verdad es que León le robaba las llaves—), se llenaban de música y tragos; sin que pudiera faltar, ¡cómo no!, don Vicente Fernández.
Me acuerdo particularmente de una tarde, allá por finales de los setentas, que descubrí una canción que, hasta la fecha, me conmueve en lo más profundo. El martes me fusilan se llama; y cuenta una historia que la inmensa mayoría de los mexicanos ignora: hubo una vez una revuelta, aquí en México, en donde la embajada yanqui, los intereses yanquis o el gobierno yanqui, no tuvieron nada que ver y miles de mexicanos se mataron entre sí; unos, defendiendo sus creencias y libertad religiosa; otros, bajo las órdenes de uno de los presidentes más lúcidos, y bárbaros, que ha dado nuestra historia patria, Plutarco Elías Calles. Dice su primera estrofa: “El martes me fusilan/ a las 6 de la mañana,/ por creer en Dios eterno/ y en la gran Guadalupana” (a mí me habrán fusilado una ochocientas cincuentaitrés veces, como mínimo). La cantaba Vicente Fernández.
En mi biografía, como esa canción hay cientos: Las llaves de mi alma, El Tahúr, La Muerte de un Gallero, Me está esperando María, La Misma, La Ley del Monte, Que te Vaya Bonito, Volver, Volver, Ya me Voy para Siempre, El Hijo del Pueblo, Acá entre nos, Estos Celos, Por tu Maldito Amor y muchas, muchas otras que me acompañaron a través de días y noches borrascosos —pero bien vividos—, de las que hay una, no muy conocida y quizá mi preferida: Palabra de Rey, que he cantado más veces, muchas más, que esa de El Martes me Fusilan, y me hace añorar, siempre, una amistad remota, una vida que tuve, un pasado que perdí o un amor que no fue (… o que sí fue, pero se lo llevó el carajo): No pude unirte a mi vida, /fuiste una causa perdida, /por más que yo quise/ hacerte a mi ley. // Te dejo libre el camino/ no forzaré tu destino,/ te doy mi palabra,/ palabra de rey. // Están abiertas las puertas,/ yo nada quiero a la fuerza,/ cuando no hay remedio/ pa’que renegar. // Si no te quieres quedar,/ si ya aprendiste a volar,/ puedes marcharte si quieres,/ nomás no me digas a donde te vas. // Porque puedo seguirte los pasos,/ hasta que en mis brazos,/ te vuelva a mirar./ Es mejor que te vayas muy lejos,/ donde nunca vuelva/ tu nombre escuchar…
Hasta siempre Vicente Fernández, que Dios te guarde y que intentes descansar en paz porque, ni modo, tendrás que pervivir incómodo en uno de los habitáculos de mi corazón; precisamente ese donde también está, esperándote con los brazos abiertos, otro grande, Juan Gabriel.
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Luis Villegas Montes.