Una reflexión personal.
Conociendo a algunos de los lectores de este espacio, me anticipo: no, no voy a respaldar a César Duarte en este trance; sí, sí me da gusto que lo hayan detenido; y no —repito—, no existe modo de entender estos párrafos como una defensa. Lo que aclaro porque hay cada analfabeta funcional que da escalofríos.
Hace cosa de dos años, se anunció con bombo y platillo la detención de Javier Duarte acusado de peculado, tráfico de influencias, coalición, incumplimiento del deber legal, abuso de autoridad y desvío de más de 200 millones de pesos.1 Después de dos años —con una mujer (Karime Macías) que pagó en Londres, vaya a saberse cómo y porqué, fianzas de 190 mil dólares—,2 se dio a conocer que este criminal de siete suelas recibió una sentencia, ya confirmada, de nueve años de prisión, una multa de 58 mil 890 pesos, ninguna reparación del daño y la devolución de los inmuebles decomisados (40 bienes, entre los que se encuentran 21 parcelas localizadas en Campeche y 20 inmuebles, entre casas, departamentos y terrenos, ubicados en Ciudad de México, Cancún, Estado de México y Veracruz.3
Ésos son los hechos.
Es decir, un criminal cuyo grado de corrupción excede lo que cualquier simple mortal pudiera imaginar —por el grado de perfidia que sus actos implican, enriquecido hasta lo indecible (él y su cónyuge, alguien que por sí misma jamás habría podido alcanzar tal grado de riqueza ni en sus sueños más guajiros)—, bajo el gobierno de la 4.ªT logró una condena risible: 4 años y medio por ser primodelincuente y menos de 60 mil pesos de fianza; sin que éste constituya un caso aislado, porque ahí está la devolución de bienes a Elba Esther,4 cuya fortuna se calcula en 2 mil millones de pesos,5 sin que pueda explicarse cómo, lícitamente, una trabajadora de la educación honesta haya podido acumular dicha fortuna.
Bien, eso nos lleva a pensar que la administración de AMLO está preocupada por el combate a la corrupción tanto como un beduino porque el viento levante un poquito de arena.
Creer que la detención de César Duarte constituye un golpe a la corrupción, que el gobierno federal está empeñado en combatirla o que el gobierno de Chihuahua orquestó un megaplan jurídico-justiciero-político-electoral-cómico-mágico-musical es tan ingenuo (o idiota) como creer que las historias de los hermanos Grimm son aptas para niños.
Existe un pacto, inocultable, entre AMLO y Peña Nieto; uno de los principales operadores del PRI, César Duarte, desvió millones de pesos a las campañas de dicho Partido; después de aprehenderlo, lo que sigue es hacerle un juicio a modo y darle una palmadita en la espalda de despedida después de devolverle lo robado. Ahí va a terminar la historia.
Festinar, hoy, la detención del vil ladrón como un gran logro (de cualquier orden de autoridad) es una tremenda memez; celebremos cuando lo condenen a 40 años de prisión (o más), le fijen una fianza de cientos de millones de pesos y devuelva lo birlado. En tanto, este hecho sólo vino a hacerle el caldo gordo a una administración moribunda, que cada día que pasa prueba de manera palmaria su incompetencia, su descontrol, su capacidad de desgobierno y su mediocridad (ahí cada quien piensa en quien quiera).
Conformarse con este gesto, celebrar, sentirse satisfecho, echar las campanas al vuelo (y ponerse en plan “machito”, a amenazar a propios y extraños en plan de Ratón Vaquero), es como festejar por todo lo alto al hijo que se va a graduar en Harvard tras su primer día de kínder.
Al tiempo.
Contácteme a través de mi correo electrónico o sígame en los medios que gentilmente me publican, en Facebook o también en mi blog: http://unareflexionpersonal.wordpress.com/
Luis Villegas Montes.