Una reflexión personal.
Se murió León.
Sí, como me ocurre seguido, concluida la reflexión de la semana pasada, me enteré de la muerte de Leo y ya ni quise, ni pude, mandarla.
León tenía muchos años enfermo; así es la vida, por una u otra razón se nos van acumulando los achaques y, unos más y otros menos, terminamos en un suplicio a veces merecido, a veces no.
Sin desear incurrir en la obviedad, atribuida al Filósofo de Güemez, aquella de que “se está muriendo gente que no se había muerto antes”, lo cierto es que sí. Me imagino que son cosas de la edad. De un tiempo a la fecha, las personas que recién conozco son menores que yo y, muchas, son de la edad de mis hijos o incluso menores; por eso ahora se muere mucha gente que conozco y resiento su partida como un agravio personal.
¡Ah! Pero con León me dolió más.
A León lo conocí hace la friolera de cuarenta años. No éramos jóvenes, muchos menos adolescentes; bien mirado, éramos casi niños; sin embargo, a su lado, me estrené en la desmesurada jactancia de creerme hombre. Con León a mi lado le di el primer trago a una cerveza, con él bebí mi primer “caballito” de tequila y aprendí a fumar.
Con León compartí la primera canción arrasadora; esa que cree uno —ingenuo, a los quince años—, que es capaz de mellarle el alma cuando no lo prepara a uno ni siquiera para el primer beso, menos para el primer amor, a cuyo efecto entramos con pie firme a una cantina de barrio, bajo la benigna mirada del cantinero, simulando contar con dieciocho años (yo) que no aparentaba ni dieciséis.
Me acuerdo de unas pretendientas originarias de ese típico, y lindo, rincón de la provincia mexicana que es Hidalgo del Parral (el que entendió, entendió), con quienes manteníamos fragorosa correspondencia; y a quienes una de tantas veces —intuíamos a Sabina, me imagino—, les escribimos una carta en diez pliegos que decía, literalmente: “h o l a; y a d i ó s”.
Me acuerdo también de aquella vez cuando se reventó el cable del clutch de la Brasilia de la mamá de León —por lo que la dejó estacionada a un costado del ISSSTE— y se la pedimos prestada (sin avisarle) y fuimos a dar a Guerrero, en pleno invierno y con un frío que pelaba, haciendo los “cambios” con el auxilio de un alambre, a buscar a una enamorada que resultó que no estaba allá sino aquí.
O de aquella otra, en que duramos perdidos para nuestras familias una larga semana, escondidos en la casa de unos primos de él. El día que nos descubrieron, sus tíos nos pusieron en el camión sin miramientos —ni consideración para con nuestros ardores amatorios— y nos encargaron con el chófer.
O de la multitud de tardes que transcurrieron en los ahora desaparecidos billares “Señorial”, situados en la Aldama, donde jugué infructuosamente miles de partidas de billar pues no aprendí ni “j”.
O la vez que nos íbamos a adentrar en plena sierra de ride, apenas con cien pesos en la bolsa y una caja de galletas de animalitos.
O las decenas de cartas que, émulo de Cyrano, escribí para él a fin de entregársela a la Roxane de turno.
O de… no, no hay manera de que recuerde cada momento, porque se me iría la vida en ello.
Descanse en paz, León, por primera vez en muchos años. Que el hálito de ese ramo de flores que encargué para su ataúd suban hasta allá donde él esté y le lleven estos recuerdos, y otros, y bendiciones, y un abrazo fraterno, como alguno de aquellos que nos dimos tantos años ha, cuando celebrábamos —entre carcajadas, humo de cigarrillos y tragos de tequila— la vida por venir.
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Luis Villegas Montes.