“¡Al fin solos!”. Esa inédita y original frase la dijo el joven Simpliciano cuando se vio en la suite nupcial a solas con su flamante mujercita. “¡Carajo! –se impacientó ella. ¿Venimos a platicar o a follar!”
Las constantes travesuras de Pepito tenían a su pobre madre al filo de la desesperación. Fue a ver a un médico que después de oír sus quejas le indicó: “Sufre usted un caso grave caso de alteración mental. El comportamiento de su hijo puede llevarla a la locura. Voy a darle unas pastillas tranquilizantes tan poderosas que si Hitler hubiera tomado una de ellas no habría habido Segunda Guerra Mundial. Yo se las receté a mi suegra, y en el tiempo en que ha estado de visita en mi casa –18 años– no he tenido con ella ni un sí ni un no, el puro qué le importa”. Al día siguiente el facultativo llamó por teléfono a la mamá de Pepito. Le preguntó: “¿Le hizo efecto la pastilla”. Respondió ella: “Les sanglots longs des violons de l’automne blessent mon couer d’une langueur monotone”. No dejó el doctor de sorprenderse un poco al oír esa respuesta, pero tras pasajera vacilación volvió a inquirir: “¿Cómo se ha portado el niño?”. Replicó la señora: “¿Cuál niño?”
Nuestras novias de Saltillo eran como aquéllas que describió López Velarde: “Muchachas frescas y humildes como humildes coles, y que la mano dan tras el postigo a la luz de dramáticos faroles”. Pero llegaban las gringuitas que venían a estudiar español en el verano, y aquello cambiaba en modo radical. Los noviazgos locales se rompían a iniciativa nuestra, quiero decir de la parte masculina, y los volubles novios saltilleros entablábamos efímeras y furtivas relaciones con las muy liberales visitantes de más allá del Bravo, que solían dar algo de más sustancia que la mano. Había un pequeño truco para impresionarlas.
Les decías: “Me apellido Pemex”. Ellas veían ese nombre repetido una y otra vez en las gasolineras y pensaban que tu papá era un potentado petrolero como los de Texas. Eso facilitaba mucho la dación. La marca Pemex, ninguna duda cabe, está hoy muy desprestigiada. Desde luego no sé nada de petróleo. El último contacto que tuve con ese tipo de combustible fue hace años, cuando viví unos días en una pequeña comunidad amish de Pennsylvania.
Gente más laboriosa que ésa nunca he visto. Quién sabe ahora, pero en aquel tiempo los amish no admitían la luz eléctrica en sus casas. Se alumbraban con lámparas de queroseno. Una niñita que apenas tendría 5 años, hija del matrimonio que me hospedó, se levantaba todos los días en horas de la madrugada e iba casa por casa –serían cinco o seis–, limpiando los tubos de las lámparas y volviéndolas a llenar de combustible.
Ése era su trabajo; ésa su aportación a la comunidad. ¿Hemos hecho los mexicanos nuestra tarea en relación con Pemex? No, al parecer. La empresa ha sido permanente habitáculo de graves males de corrupción e ineficiencia, y sufre ahora las consecuencias de esos vicios. Si a eso se añade la situación internacional en materia de petróleo ya se verá que en ese renglón estamos ligeramente jodidísimos. Obviamente en las mañaneras se nos dice que estamos requetebién, pero después de tantas veces que se nos ha dicho eso, y de haber comprobado luego que más bien andábamos bastante mal, tenemos derecho a dudar. Por lo pronto, y en espera de mejores tiempos, yo ya no digo que me apellido Pemex
Susiflor, joven esposa, le contó a una compañera de trabajo: “Tengo ya un año de casada, y en todo ese tiempo Gerineldo me ha hecho el amor sólo tres veces”. Opinó la otra: “Deberías divorciarte de él”. Replicó Susiflor: “No es Gerineldo con el que estoy casada”
FIN.
De Política y Cosas Peores
Catón